Terminó de comer, recogió la mesa, puso los cacharros en el lavaplatos y se preparó una infusión digestiva. Se sentó en el sofá dispuesta a descansar un rato antes de volver al trabajo. Como cada tarde, la esperaban la mesa y el ordenador, los correos que responder y los documentos que revisar. Nada nuevo.
Cerró un momento los ojos, adormeciéndose, y enseguida se sobresaltó con el sonido del portero automático, insistente, con toques rítmicos que le hicieron pensar en una composición musical. Imaginó un dedo desconocido y molesto apoyado en el timbre. Haciendo un gran esfuerzo, se levantó con desgana.
— ¿Sí? — preguntó.
— ¡Hola! ¡Ábreme, soy yo, Chari!
— ¿Perdón? ¿Quién llama?
— ¡Venga! ¡No me tengas aquí tres horas, que vengo corriendo desde casa!
La seguridad que transmitía la voz hizo que abriera sin más. También la curiosidad por ver a quien pertenecía.
Se asomó al descansillo. Oyó un trotecillo de pasos que subían ligeros. Y allí apareció, sonriente, plantándose ante ella.
¡Hola! Ufff, ¡qué deprisa he subido! Ja ja ja… ¿Qué hacías? ¡He comido rápido para venir y tener más tiempo, que luego se nos pasa la tarde volando! ¿Vamos a tu cuarto?… ¿Qué te pasa? ¡No te quedes ahí mirándome así! ¿Tengo monos en la cara o qué?
La mujer sintió un ligero mareo y se preguntó si estaría soñando dentro de su siesta en el sillón. Ante ella Chari, aquella niña morena, menuda, de piernas largas y de ojos grandes; su amiga desde que a los cuatro años se pelearon en la clase, no recuerda por qué, y se arañaron y tironearon de la ropa y el pelo. Y lloraron y se chivaron y luego hicieron las paces, y fueron amigas del alma hasta que la vida las llevó por caminos diferentes.
Tantas veces se había acordado de ella, de las tardes en casa de una y otra, de las canciones a dúo, de los bocadillos para la merienda, del intercambio de aparato de los dientes, de jugar a la goma y hasta de besarse como los novios.
Y ahora estaba allí, y no parecía darse cuenta de que ella ya no era su amiga niña, sino una mujer adulta, desorientada y confusa.
Chari fue directa a su estudio y abrió la puerta sin dudar. La mujer pudo ver el mueble cama, la librería con los cuentos y libros de aventuras, con muñecas y peluches, los posters en la pared, el suelo de parquet con las tablillas despegadas, el balcón que daba al patio de un colegio de niñas…
Todo volvió a ser ayer. Tras un instante de duda y vértigo, decidió soltar el tiempo.
Pasaron la tarde haciendo el pino contra la pared infinitas veces; botando la pelota al compás de cancioncillas, pasándosela de una otra hasta que alguna fallaba y volvían a empezar. Fueron también al baño a lavarse las manos despacio, dejando que se formara espuma y oliendo la pastilla de jabón, sin parar de hablar de gustos y aromas.
Por fin, sudorosas y cansadas, bajaron a la panadería junto al portal. Miraron las vitrinas del escaparate y se decidieron por las tartitas de manzana de siempre. Volvieron a casa y se las comieron poco a poco, con mordisquitos pequeños para que durasen más, entre risas de crema y caramelo.
Oscurecía, la tarde iba acabando
— Bueno, ya me voy que son más de las 7 y media y luego me regañan. ¡Qué suerte que hoy no teníamos deberes…! ¡Mañana nos vemos!
Se oyeron sus pasos bajando rápido la escalera, hasta que se cerró el portal y quedó todo en silencio. La mujer entró en la casa y se dirigió a su estudio. Vio que la puerta estaba cerrada y así decidió dejarla. No quiso pensar nada más.