La pintora de sueños
Bárbara Muñumer

Recuerdo la primera vez que la vi. Subía las escaleras cargada con varias cajas llenas de pinturas y lienzos. Llevaba el pelo negro recogido en dos trenzas despeinadas y, aunque ya era una adulta, su mirada tenía algo infantil que me generó confianza.

Salao, ¿puedes ayudarme a subir esto al séptimo? —me preguntó cuando me vio en el rellano de mi puerta.

Yo le ayudé a subir un bote de cacao que tenía la etiqueta descolorida y estaba lleno de pinceles y brochas.

—¿Eres una artista?

—¿Artesana? Claro. Y también pinto los sueños. Los míos y los que me encargan.

Desde entonces, todas las tardes iba a verla y siempre me daba algún trozo de bizcocho de chocolate casero mientras me quedaba viendo cómo mezclaba los colores. Se llamaba Iris y solía llevar una camiseta de rayas negras y rojas y un pichi vaquero manchado de pintura. A mí me encantaba estar en su casa, que estaba algo desordenada y colmada de cuadros y dibujos colgados con chinchetas: copias de los girasoles de Van Gogh, sinfonías abstractas de colores, bodegones de manzanas…

—¿Sabes? —me dijo ella uno de esos días al verme llegar, sentada como siempre en una banqueta amarilla frente al caballete—. A la mayoría de la gente de esta época le gusta el color azul. Es muy popular. Hasta Rubén Darío le dedicó un libro y el pintor Yves Klein se inventó una tonalidad nueva. Antes simbolizaba la inmortalidad, sobre todo en la Mesopotamia antigua, porque era muy difícil de conseguir. De hecho, cuando los mesopotámicos se encontraban piedras de lapislázuli, se pensaban que eran trozos de cielo que se habían caído a la tierra. Esto va por modas. ¿Cuál es tu color preferido?

—El rojo —respondí yo, mientras me sentaba en un sillón verde destartalado.

—¡Igual que el mío! —exclamó ella, cogiendo un bote de pintura de la mesa abarrotada —. Este es el rojo de cadmio claro. El más bonito de toda la paleta. ¿Sabes una cosa? El rojo simboliza el fuego, la vida y, paradójicamente, la mortalidad. Es el color que se encuentra en las entrañas de la tierra y en nuestro corazón. El pintor Rothko lo sabía muy bien. Todo lo que vive tiene un fin. Desde que uno nace sabe que tiene la mortaja preparada y planchada para usarla en cualquier momento.

Yo me reí.

Rite, rite —contestó ella, mientras introducía aquel rojo de cadmio sobre un fondo azul ultramar—. Como todavía eres un renacuajo, el tiempo se te pasa muy despacio. Pero ya verás cuando vayas creciendo… La parca se te llevará algún día. Hasta los héroes griegos sabían que se irían para el hoyo. ¿Me acercas la trementina?

Yo le acerqué un bote de pepinillos que contenía aquel líquido transparente y que olía parecido al aguarrás.

—¿Qué héroes son esos? —le pregunté, mientras ella cogía un pincel para mezclar el rojo en su paleta de colores.

—Mira, Tetis, la madre de Aquiles, gestó a su hijo sabiendo lo que le esperaba. Todo lo humano es finito. Pero claro, a una madre no se le puede decir que está creando algo que se va a morir. E incluso antes de que Aquiles fuera a la Guerra de Troya, él mismo ya sabía que moriría allí.

—¿Y por qué fue a la guerra si sabía lo que le esperaba? —pregunté yo, mordiendo un trozo de bizcocho.

—¿Y por qué no ir? Lo que le esperaba estaba tanto en Troya como en todos los sitios, salao. Es algo que nos espera a todos, como bien sabía Rothko, mi pintor preferido —dijo, mientras extendía la mancha rojiza sobre la azul sin remedio.

—¿Es arte abstracto? —le pregunté.

—Es un sueño, como la vida misma según Calderón de la Barca. Por eso es tan confuso e inasible —respondió.

Un día, al volver del colegio, escuché a mi madre hablando muy bajito con el vecino del tercero.

—Mamá, me voy a ver a Iris.

—No, hijo, Iris no está.

—¿Cómo? ¿Se ha ido? —pregunté.

—Ven a casa un momento —me dijo mamá.

En el salón estaba el cuadro de la mancha roja superpuesta sobre el fondo azul.

—Lo encontré en la puerta. Supongo que lo dejó como regalo para ti.

—Pero no puede ser. ¡No se ha despedido de mí! ¿Dónde se ha ido?

Mamá no supo qué responder y me abrazó.

Después de unos años comprendí. También Iris se había convertido en un sueño. Su cuadro me acompañó durante toda mi vida allá donde fui, y cada noche me ha permitido soñar con ella hasta que también yo me convierta, algún día ya muy próximo, en otro sueño.


Formulario de inscripción

Deja un comentario