Luto blanco
Pilar Ramos Pleguezuelos

Tenía solo cinco años, pero he reconstruido el día de la muerte de mi hermana. Hubiera querido ser mayor, muy mayor, tan mayor como las hijas de mi tata, para llorar aquel día con mi madre. Pero era lo suficientemente pequeña para que se me apartase intencionadamente del dolor que inundó la casa. Mi madre, estaba lejos, inalcanzable, su rostro reflejaba la mayor angustia que nadie pudiera sentir ni describir. Se quedó sin palabras, sin gestos, sin besos ni abrazos: ni para mí, ni para el resto de la humanidad que, errante, pasó por su vida a partir de ese momento.

Los lutos son negros, negros de ira, de rabia, de dolor, de ausencia, pero el luto por mi hermana es blanco. No hay un recuerdo de una risa de ella, ni de un llanto. Solo el de su carita pálida intentando respirar, durante las doce horas siguientes al parto, suspirando por la vida, que no quiso abrirse para ella. El blanco es el color ausente y eso trajo mi hermana a la casa: pura pena.

Mi madre agonizó con ella, aquella noche de domingo.

El luto de mi casa se cubrió de ausencia blanca. Los besos y los abrazos de mi madre se ataron a su pecho como un collar de perlas, y nunca más salieron de ahí. No hubo caricias, ni cariños desde entonces. Mi padre, mis hermanos y yo vagábamos para ella como sombras por la casa. Sombras atendidas, eso sí. Ella se ocupaba de las tareas, la mesa estaba puesta siempre en hora, las ropas planchadas; pero no había ni conversación, ni gesto en su mirada. Nunca la vi llorar, solo la vi pensar.

Al principio tendría un recuerdo claro de los acontecimientos del día, aquel que las hijas de mi tata referían una y otra vez a hurtadillas, cuando estábamos a solas con ellas. Con el tiempo me hice una idea, no sé si real o no, de lo que podría haber sufrido mi madre aquel día.  Se puso de parto, todo fue bien, pero la criatura no colaboraba. Ya dilatada, y sin haber roto la bolsa, la comadrona le pidió que se pusiera en pie. Al incorporarse las aguas cayeron al suelo de barro y lo impregnaron todo y, al primer gesto de mi madre, aún en pie,  la pequeña asomó la cabeza. Llevaba parte del cordón anudado al cuello y al quitar el enredo solo le quedó un suspiro de vida.  Luchó por quedarse, pero se fue.

Yo la inventé, la llamé Suspiro, le hablaba, le rezaba y le contaba mis cosas. Me pasé la infancia contando a una muerta mi vida; porque mi madre, esa sí que estaba muerta, jamás me escuchó.  Las tardes en las que la faena de la casa mermaba, se sentaba en una butaca de la sala y acariciaba el trozo de tela blanco que había bordado para el gorro de cristianar de Suspiro. No quería que mi padre la tocara y las palabras que pronunciaba eran las mínimas. Se negaba la vida que sentía, que no había sido capaz de dar a la niña. A la par nos negaba a nosotros la existencia. Mi hermana al morir se los llevó a los dos. Mi padre, con mi madre ausente, se enterró en vida en su triste trabajo de oficina. Siempre quise ser mayor para haber ayudado a mis padres a llorar por mi hermana y ahora que ellos ya no están, es tarde. No los echo de menos en absoluto, porque se fueron con Suspiro. No sé si serán para ella los padres que no tuvimos los demás, espero poder preguntárselo algún día.

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