
Mis padres nunca se quisieron. No sé si se tenían cariño, no lo puedo saber (eso ya da igual). No sé cuales fueron sus sentimientos, o si alguna vez se enamoraron, de alguien diferente, no entre ellos, eso no, eso era imposible (los imagino borrosos, a medio hacer, en un beso que nunca fue). No se odiaban (o puede que sí). Me pregunto si se respetaban. Imagino, siempre tengo que hacerlo, que al principio su relación sería diferente. Pero yo no la viví. Tuve que aprender a andar entre gritos y reproches, entre miedos y fantasmas. Crecí en una cuna de mentiras sin saber lo que estaba viviendo. Y miré sin ver lo que ahora ansío entender (ansío, toda la vida anclado a ese verbo intangible).
Mis padres eran diferentes en una época en que la diferencia mataba a gente como ellos (y a tanta gente, sin nombre y sin recuerdo). Según me contaron, se conocieron poco después de que mi padre acabara el servicio militar en la marina. Poco más conozco de su relación. En un cajón del salón guardo algunas fotos de mi padre vestido de marinero. Hay fotos del día de la boda, fotos con familiares, fotos con amigos. Mi padre tiene pluma en esos retratos. Me hacen gracia los hombres que hasta en las fotografías se les nota que son gais. Siempre sonriendo, con una belleza despreocupada. Mi padre, siempre feliz, tenía porte de novillero, pequeño y apretado. Rodeado de hombres igual de guapos que él. Al ver las imágenes entiendo porque no le gustaban las mujeres.
Mi madre no sonríe en la foto de su boda. Lleva un velo sencillo sobre su pelo rubio y un traje de novia blanco a punto de rozar el suelo. El traje le queda fatal, estrecho, como si alguien se lo hubiera prestado. Está incómoda y enfadada. No tenía un carácter fácil. Mi madre era una mujer grande, más que mi padre, al que sacaba una cabeza. Los dos miran a la cámara con la idea de un futuro, matando fantasmas que nunca se irían del todo, avanzando hacia el mañana a empujones, sin saber el final del camino (cegados por el miedo). Viviendo un presente falso cargado de incertidumbre. Hay otra foto de mi madre, rodeada de amigas, todas sonrientes. Al ver las imágenes entiendo porque a ella no le gustaban los hombres.
Mi hijo nacerá en unos días. Mi mujer me recuerda a mi madre, o quizá quiero pensar que es el aspecto que ella tenía cuando estaba embazada de mí, pocos años después de casarse. Le acaricio la barriga, la beso en los labios, escucho su respiración acompasada como una sinfonía creadora de vida. La luz del sol entra por las cortinas blancas rompiendo los rayos en nuestros cuerpos desnudos. Entrelazo mis pies, arrugados por la edad, a los suyos, siempre fríos (pensé que nunca sentiría esto y ahora la vida tiene un sentido). Hay un placer en la intimidad, difícil de explicar, una felicidad que es pequeña y que es plena. También he vivido el otro extremo: he rozado mis pies con alguien que ya no me quería y he sido incapaz de soportar ese sufrimiento. Mis padres vivieron ese dolor durante quince años, ese infierno elegido, hasta que un día, decidieron ponerle fin (los imagino viviendo juntos en una vida que inventé, en la que eran felices y yo la razón de su felicidad).
En esa rara relación que mis padres planearon, mi padre rompió todas las reglas, todas las promesas. Quizá por eso, al terminar el matrimonio, él era más feliz, lo parecía (lo fue por poco tiempo). De vez en cuando algún hombre venía a cenar a casa y luego se quedaba a dormir. Mi madre no decía nada y yo nunca supe muy bien a qué venían. Eran amigos de papá. Nunca hubo amigas de mamá: al menos yo no soy consciente, o me es imposible recordarlo. Mi madre mantuvo su promesa de no volver a la vida que les había unido a ambos (no más mujeres). Ella escondió bajo llave su sexualidad hasta que ambos decidieron separarse, porque separarse era lo único que les mantendría con vida (y llevaba razón, al menos en parte).
Y pese a todo, pese al dolor que ahora sé que compartieron, nunca supe qué era la infelicidad. La mía, la de mi infancia: con la de mis padres podría escribir versos envenenados e infinitos. Mis padres ocultaron sus miedos, tan dentro de ellos, que los miedos sangraron por dentro de sus cuerpos, como heridas incurables en el tiempo, sin herirme nunca a mí. No tuve que llorar por falta de amor. Ahora pienso en mi hijo y en si seré capaz de darle todo el amor que se merece, si seré un buen padre, (casi un abuelo) para él; si mi mujer y yo sabremos quererlo como se merece. ¿Sabré esconder mis miedos hasta que sangren por dentro? ¿Sabré contarle la historia de mi madre y de mi padre? ¿Sabré explicarle por qué en una época oscura, en una noche de verano, mataron a su abuelo?
Ahora que ya no puedo preguntar, ahora que ya no podré saber a ciencia cierta (todo es creación, también la fiel memoria). Construyo el pasado de mis padres a través de las cenizas de sus recuerdos. Nunca me contaron cómo se conocieron en un bar clandestino, pero yo así quiero recrearlo (las luces atenuadas, el humo del tabaco inundando el ambiente, el olor a sudor y a sexo), al igual que quiero pensar que por un momento hubo una atracción que los impulso a casarse, a cambiar una vida que no les dejaron vivir. Un acuerdo mutuo para escapar de palizas y de registros, para crear un espacio donde poder vivir su sexualidad. Un hogar que acabó convirtiéndose en su pesadilla.
–Tú le das sentido a todo –me dijo mi madre.
Nuca supe por qué mis padres decidieron tenerme (pero puedo imaginar, e imagino lo que fui). Mi madre me cuenta que siempre tuvieron problemas con los vecinos (el odio se alimenta del odio, de los días que faltan por salir y explotar, comiéndose por dentro como un demonio hambriento). Que sabían de los hombres que entraban en casa. Que los denunciaron en más de una ocasión. Mi madre nunca me quiso contar que yo fui una excusa más, otra cortina para ocultar su vida a la calle, un escudo que los protegía del mundo, otra forma de dar sentido a su falso matrimonio.
–Tú das sentido a lo sufrido –me dijo mi padre.
Mi mujer da vida a mi hijo. En el hospital, el blanco ilumina el suelo y su cuerpo bajo la sábana: sus ojos brillan de emoción. Pienso en mi padre y en sus últimos días. Yo tenía quince años y ellos acababan de separarse. Mi madre se había ido a vivir con mi tía. Mi padre se había quedado en casa. Yo me fui con ella. Puedo imaginar, e imagino, que mi padre invitó a amigos a casa y que vivió su sexualidad con normalidad (la vida nunca es justa con el tiempo que nos toca). Los vecinos llamarían, estoy seguro y la Guardia civil entraría en escena. O puede que ellos mismos, en grupo, decidieran ponerle fin al modo de vida de mi padre. O puede que algún enemigo (otra vez el odio, que se esconde agazapado, paciente, como un animal salvaje que espera a su presa para morderle en el cuello). Y los palos y los cuchillos y la vergüenza mataron a mi padre en una noche de verano. Mi padre murió solo entre gritos e insultos, entre lágrimas y sangre, entre risas y amenazas. Encontramos su cuerpo destrozado en el salón, donde tantas veces almorzamos y cenamos. Su cara no tenía forma: solo eran huesos rotos y sangre seca. Le habían acuchillado el cuello y la sangre había salido a borbotones, como un cerdo desangrado en día de matanza. La casa olía a cebolla y a carne quemada, y el hedor, que desprendía su cuerpo en descomposición, impregnaba el ambiente, como si se pudiera tocar con las manos. Ese olor nunca abandonó nuestro recuerdo.
–Tú le das sentido a la muerte –le dije a mi hijo.
Mi madre me habla desde el cielo. Ella murió en un hospital (me hubiera gustado que conociera a mi hijo). Soy un hombre demasiado mayor para ser padre. Mi madre me dijo que un hijo le da sentido a la existencia. Mi hijo nace cuando yo estoy a punto de morir. Lo miro a los ojos y veo a mi padre. Sus mismas manos y su misma sonrisa. Si le hiciera una foto seguro que tendría la misma pluma que él. Si mi madre estuviera aquí, seguro que estaría llorando. Repito a mi hijo las mismas palabras que mi madre, que mi padre, me dijeron: “Tú le das sentido a todo, a lo sufrido, a la muerte”. Mi hijo le da sentido a todo: a la vida, a la vida de mis padres, a la mía.
–El simple (y complejo) hecho de vivir, da sentido a nuestras vidas –le digo a mi hijo al oído, como si con unas pocas palabras pudiera grabar en su memoria todas las enseñanzas que recibí de mis padres.