A pesar de sus diecisiete años, a pesar de no alcanzar la mayoría de edad, a pesar de su cara y cuerpo de niña, Adela es maestra.
Nadie la apoyó cuando tomó su decisión, pero la joven tuvo clara su opción por la docencia, aunque familiares y amigos se encargaran de mostrarle con saña, las dificultades a las que tendría que enfrentarse. A ella igual le daba que su destino fuera Villalista de Arriba, que Villatorpe de Abajo. Ejercería de maestra.
Cuando llegó a Villavieja del Montón, sacó de su carpeta el contrato firmado el día antes en la capital, y no lloró porque aún no había deshecho la maleta y no tenía ningún pañuelo a mano. Abrió la pequeña ventana de «la casa del maestro» que acababan de asignarle, miró el cielo estrellado y trató de calmarse. En ese momento, como de un plumazo, se hizo adulta.
Al día siguiente se levantó muy temprano y se dirigió a la escuela para barrer y fregar el suelo y encender el fuego, ya que la habitación debía estar caliente cuando llegaran los niños, según exigía el acuerdo rubricado. A la hora prevista llegaron los alumnos cabizbajos, con miradas huidizas y un cierto temblor corporal y anímico, que reflejaba el miedo que sentían hacia aquella pequeña edificación, o bien y también hacia lo que en su interior se cocía. La agitación de los niños pronto se vio acompañada del estremecimiento de la propia maestra, cuando se dio cuenta de que, ya en su primer día de clase, estaba incumpliendo una de las cláusulas de su contrato: debía llevar al menos dos enaguas, y ella solo se había puesto una.
Después de varios días evaluando la situación y el nivel de los niños, Adela estuvo segura de cómo quería trabajar y de qué quería conseguir. En primer lugar, impartiría tantos conocimientos a sus alumnos, cuantos más mejor, como pudiera porque «el saber es poder»; y no pensaba en el «poder» que se puede conseguir al ostentar determinados puestos o cargos, sino en el poder que proporciona la adquisición de conocimientos, porque permiten decidir, optar por lo que uno quiere en cada momento. Y de forma paralela a esta instrucción quería enseñar a los pequeños a que levantaran la cabeza, a que estuvieran orgullosos de ellos mismos, a que fueran alegres, a que vivieran.
Muy poco a poco y no sin dificultades, la joven maestra fue consiguiendo importantes logros con sus alumnos. Los chiquillos iban a la escuela con ganas y con ilusión, y el tiempo lectivo se distribuía entre el aula, el parque, el campo y el río. Cantaban, jugaban, practicaban deportes y aprendían. Cada pequeño éxito se convertía, para Adela, en un acontecimiento de tal magnitud, que ponía de manifiesto la gran vocación y entrega que sentía por su trabajo. Ella había cambiado al ritmo de los pequeños y, no solo se había hecho valorar y respetar por los demás, también se sentía segura, fuerte y capaz de transmitir esos valores a sus alumnos. Al terminar el día, cuando llegaba exhausta a su pequeña casita, repasaba mentalmente lo acontecido durante la jornada, y soñaba con que algún día esas niñas y niños fueran adultos felices.
Cuando se aproximaba el final de curso, entre todos decidieron preparar una pequeña fiesta con concursos, recitales de poemas, alguna pequeña representación teatral y cantos y bailes populares. Invitarían a los padres y familiares, a las autoridades y a cuanto vecino quisiera pasar un rato agradable con ellos.
El día de la fiesta Adela se sentía más feliz que los niños y la alegría la impulsó a ponerse su bonito vestido rojo que no había usado durante tantos meses. Rebuscó en su neceser y capturó su lápiz de labios preferido, ese color carmín, que tan bien le iba a su vestido. A mitad de la velada, un murmullo acompañó el paseo marcial y chulesco de dos hombres coronados con sendos tricornios, que con pésimos modos invitaron a Adela a recluirse en su casa hasta nueva orden.
Al día siguiente, los mismos guardianes de la ley acompañaban a Adela hasta la parada del autobús. Cuando bajaba la calle con su pequeña maleta de cuadros, la cabeza bien alta y los ojos cargados de un torrente de lágrimas que luchaban por tomar rienda suelta, comenzaron a abrirse las puertas de las casas por las que iba pasando. En cada puerta, con los labios pintados de rojo, sus alumnos salían a despedir a la maestra que tanto había aportado a sus vidas.