Portazo
MªÁngeles Torró

Se había enterado por un amigo de que iban a derruir la vieja casa familiar. Hacía más de cuarenta años que ya no les pertenecía. Ahora ella vivía en la parte nueva de la ciudad y eran contadas las ocasiones en las que iba al casco viejo cada vez más abandonado y solitario. Aceptó la noticia con cierta indiferencia, pero, una mañana, sin apenas proponérselo, fue paseando erráticamente por las viejas callejuelas y, casi sin ser consciente de ello, desembocó en la plaza. Allí estaba el viejo caserón cercado por unas cuantas vallas y contenedores repletos de cascotes.

Se sentó en uno de los bancos y alzó la mirada. La fachada se mantenía tal como ella la recordaba. Se le antojó altiva y desafiante al paso de los años. Conservaba parte de su viejo empaque: el gran portalón de madera de roble, ahora agrietado y descascarillado, sobre el cual se abría el mirador donde ella había pasado tantas horas, cuando niña y enferma, mirando cómo los demás niños jugaban en la plaza. A ambos lados los dos balcones situados con sus barandillas de hierro forjado y que habían sido las alcobas de sus padres y abuelos; más arriba los ventanales del segundo piso donde ya no lucían los  grandes postigos de madera. Aquel del centro era el del cuarto de jugar, su habitación preferida. Desde allí se veía la torre de la catedral, desde allí seguía el alocado volar de las golondrinas al atardecer, desde allí… Multitud de escenas olvidadas acudían en tropel a su mente. No pudo contener alguna que otra lagrima que rodó muy a su pesar por sus mejillas. Se levantó dispuesta a abandonar el lugar. En aquel momento el viejo portalón se abrió y una cuadrilla de obreros salió: era la hora del bocadillo. Pasaron por su lado desenvolviendo los emparedados y se dirigieron al bareto de la esquina. El portalón se había quedado entreabierto. La plazuela estaba desierta. Como si de un imán se tratara una fuerza extraña la atraía hacía la casa. Despacio, sorteando las vallas, se fue acercando. “Estas loca” pensó; pero, se dice que la ocasión la pintan calva: ahora o nunca.

Se coló dentro del portal con el corazón latiéndole alocadamente. Reinaba cierta penumbra. Enseguida reconoció el olor a tajea que allí se respiraba y lo aspiró como si de un perfume se tratara. Alzó la mirada y recorrió los viejos estucos descoloridos y con manchas de humedad. Palpó en busca del conmutador de la luz. Ya no existía. Reinaba un silencio sepulcral. En su mente se mezclaban machaconamente  un “debes irte” con un “sube”. Con paso inseguro inició la ascensión. Los viejos peldaños crujían bajo sus pies. Otro olor penetrante, familiar, la inundó ¿A qué olía? “Lo conozco, lo conozco. ¡Ya está! A palomar”. Al palomar que había en la azotea. ¿Sería posible que se conservara y estuviera todavía habitado? Recordó cuando subía al terrado con su padre a dar de comer a las palomas o con Clotilde, la criada, que tendía allí la ropa. Pobre Clotilde: qué buena era y cuánta paciencia tenía.

Seguía subiendo lentamente. Quería impregnarse del lugar. Dentro de poco dejaría de existir. Jamás volvería a subir estas escaleras. “Estas chocha – se repetía–,  tú no eres una sentimental”. De pronto una corriente de aire cerró de un golpe alguna puerta. Se paró en seco. Durante unos segundos se quedó inmóvil mientras la expresión de su rostro iba cambiando y donde hubo un rictus amargo florecía una sonrisa.  Sacudió la cabeza y dio media vuelta. Bajó apresuradamente los escalones, atravesó el portal y salió al exterior. Volvió a sortear la valla y se encaminó rápidamente hacía la calle por donde había llegado. Justo cuando pasaba por delante del barucho salían los obreros charlando alegremente entre sí. Tuvo que contenerse para no gritarles: “No se entretengan. Échenla abajo rápido”.

A medida que se alejaba del lugar el panorama iba cambiando. Las calles estaban más concurridas, los edificios eran modernos y anodinos, los escaparates lucían los mismos productos que en cualquier otra ciudad del mundo, los bares eran grandes y luminosos. No había ni rastro de olor a tajea o a palomar. Se sentó en una terraza y pidió una cerveza. Mientras la saboreaba con deleite miraba distraídamente el ir y venir de la gente. La expresión de su rostro denotaba una gran serenidad.  Aquél portazo había dado carpetazo a la nostalgia y dejaba paso a una agradable sensación. Tenía la certeza de que la casa no desaparecería mientras ella siguiera viva, mientras estuviera viva en su memoria. Allí luciría en todo su esplendor: la puerta recién barnizada, los estucos con sus vivos colores, el conmutador en su sitio, aquel que encendía el enorme farol que pendía del techo y, sobre todo, con el arrullo de las palomas en el palomar. Esa era la casa que quería recordar no el fantasma moribundo que había visitado hacía un rato. Esta otra, había que relegarla al olvido.

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