El helado
Teresa Costas

Mi día era cada miércoles, ¿recuerdas? Salía de casa después de comer, sin pausa. Cogía el coche y conducía setenta kilómetros sin demasiado tráfico porque, a esas horas, casi todo el mundo echaba la siesta. Llegaba sobre las cinco y  aparcaba siempre camino del río. Cuando entraba en la residencia nadie paseaba por el jardín: era muy pronto. Saludaba, apuntaban mi nombre en recepción y subía a la cuarta planta, casi siempre directa al comedor.

Allí me estabas esperando. Me pregunto ahora si consciente o no. En tu silla azul, alta, la más alta de todas; con tu cuerpo delgado y frágil bien sujeto a ella; en medio de otras sillas más bajas y con las ruedas más grandes, ocupadas por otros residentes en los que yo me fijaba poco.

Me acercaba a ti y te daba un beso. «Hola, papá, ¡qué bien te veo!». Tus ojos no mostraban ni sorpresa, ni alegría, ni pena, ni temor… Estaban como ausentes, sin vida, traslúcidos, ajenos… pero a mí no me importaba; tal vez, después de tantos meses, me había acostumbrado.

Mi mayor interés era sacarte de allí. Agarraba la silla, la giraba, enérgica, y te apartaba del círculo camino del ascensor. Tenía ganas de que nos quedásemos solos, tú y yo.

Primero bajábamos en el ascensor, después cruzábamos entera la planta baja: mesas de juego, sillas de ruedas, mujeres haciendo ganchillo; charlas bajito y discusiones a voces; la recepción con su pequeño mostrador y la chica de bata blanca; la pequeña cafetería en la esquina y el guapo hombre joven, de barba oscura y ojos brillantes, que siempre sonreía, sentado en su silla de ruedas al lado de la puerta y que desentonaba tanto en aquel ambiente.

Por fin la calle. Te bajaba de la acera dándole la vuelta a la silla para que no diese un salto. Despacito. Cruzábamos el paso de cebra y llegábamos hasta el parque. Allí paseábamos, juntos, entre los árboles, la fuente que casi nunca echaba agua, los columpios… A veces nos cruzábamos con mamás que empujaban los cochecitos de sus niños y, ellas y yo, nos saludábamos con cortesía.

Aquel miércoles, un pequeño  quiosco portátil estaba a la puerta del parque. Vendían helados –empezaba, tímido, el verano-. Una idea cruzó por mi mente. Me acerqué y compré una tarrina de vainilla y chocolate, con tres cucharillas de plástico de colores.

Me senté en un banco del parque y acerqué tu silla, contigo, frente a mí. Probé con cuidado. Nunca antes te había dado nada de comer fuera de la residencia. Te habían quitado la prótesis dental para que no pudieses tragártela. Así, sin dientes, tu cara lucía enjuta, con oquedades en la mejilla, que no parecía tu cara, ni parecías tú. Pero también a eso me había acostumbrado.

Te di una cucharadita muy pequeña, con mucho cuidado, en los labios, para que pudieses saborearla o rechazarla… y me quedé expectante. Tú sacaste la lengua despacito y te relamiste. De pronto tus ojos resucitaron, se abrieron un  poco, volviste a relamerte y me miraste de verdad, como hacía tiempo: vivo, sorprendido, alegre… Después de un momento de estupor, te di otra cucharada más grande y tú abriste la boca con ganas, tu boca grande, sin dientes, y volviste a tragar mientras me mirabas con tu mirada brillante, y después te di otra, y otra…

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