―¿Puedo preguntarte algo? ―le dijo Ainhoa mientras se peinaba el flequillo y se miraba en el espejo retrovisor del coche.
―Claro ―contestó Nico.
―¿Por qué no aceptas que se esfumó? Que ya no está… La vida es corta y es una pena que la malgastes con «añorandanzas» ¿No te parece?
Nico volvió la cara hacia ella y se quedó mirándola con desgana y cierto aire de chulería.
―¿Y a ti qué te pasa? ¿Hiciste un cursillo de psicología rápido mientras esperabas a que la laca de tus uñas se secara?
Ainhoa se sintió ofendida y dijo:
―¡Qué pedazo de borde eres, Nico! Lo que me pasa es que llevamos dos horas aquí parados en este acantilado de a tomar por culo; que empieza a hacer frío y se hace de noche; que tengo hambre y estoy harta de escuchar a este tío con ese rollo de: tendido y borracho en el Cadillac. Presiento que igual te identificas tanto con él que empiezo a sentirme como la última rubia que vino a probar el asiento de atrás de tu coche.
Pero él siguió mirando al frente, ni si quiera se volvió para escucharla; mientras la canción seguía sonando. Luego con una voz calma dijo:
― Este tío se llama Loquillo ―contestó socarronamente.
― Por mí como si se llama Pedrete. A este me lo llevaba yo al Rocío, a hacer el camino y además le regalaba un disco de Georgie Dan, ¡La barbacoa! Mira tú, naturaleza pura.
Nico se volvió y se quedó mirándola con cierto desdén, para decirle:
― Déjalo Ainhoa, no comprendes nada. No pienso perder el tiempo explicándote quién es Loquillo. No lo entenderías, eres tan infantil que enterneces.
Ainhoa se acurrucó el bolso contra el pecho y se quedó mirando al horizonte reflejado en un hermoso atardecer. Tenía frío y hambre y cuando estos dos factores se unían, efectivamente podía volverse infantil; en eso Nico tenía razón. Hacía apenas un mes que se conocían y no acababa de encontrar su lugar en aquella relación. Sabía que entre ellos siempre había alguien más. En el fondo quería ayudarle, sacarle aquella melancolía que lo envolvía, pero estaba claro que no sabía hacerlo.
― Escucha, Nico ―dijo al fin―. Imagino que lo has pasado mal, pero en mi casa me han enseñado que las cosas se superan, se «tira para adelante» porque lo que no sacas hacia fuera, te pudre por dentro. Aunque te parezca infantil, algunas cosas he vivido, ya, que te podrían sorprender. Solo quiero decirte que si necesitas hablar lo hagas, yo estoy dispuesta a escuchar, sin juzgar. Pero que avancemos, por favor.
Nico la volvió a mirar, esta vez con cierta sorpresa y en el fondo sabía que Ainoa llevaba razón. Se había quedado varado en otra etapa, a veces se sentía mayor, anclado a unos recuerdos que no le dejaban avanzar, vivir su propia vida. Pero le era imposible no acordarse de aquellos días, ¡qué pasada! Todo tenía sentido, hacía planes casi a diario; junto a Marta todo era diferente, llevaban una vida frenética. Eran los reyes del «glam», ajenos a modas. Tenían su propia perspectiva de la vida, viajarían en su velero para recorrer la costa francesa e italiana.
Pero hacía diez años que Marta se marchó una noche tras una pequeña discusión y no volvió a llamar, se esfumó de su vida para siempre. Le dejó tan desorientado que no alcanzaba a entender qué pudo haber dicho en aquella discusión para que ella no volviese más. Revisó una y otra vez la conversación, pero no lo entendía. Hasta aquella misma mañana que se había encontrado con un antiguo colega y éste le contó. Por fin comprendió todo. Ella quería formar una familia, establecerse y él no la escuchó, ensimismado como estaba con el viaje en velero. No supo interpretar lo que Marta intentaba transmitirle aquella noche, tenía un mensaje importante para él y no la entendió. Pero ahora sí que entendía por qué desde aquella madrugada ella había decidido seguir adelante sola.
Nico comenzó a narrar lo que estaba pensando en voz alta:
―¿Sabes? Dice la gente que ahora es una mujer formal. Que tiene un hijo, que el chaval tiene diez años. Marta trabaja en una galería de arte y que le va muy bien en el amor. Su pareja es mayor que ella, por lo visto un tío con pasta, que la conoció siendo madre soltera y le dio sus apellidos al niño.
Se hizo un largo silencio, mientras Cadillac Solitario seguía sonando.
―¿Diez años? ―preguntó Ainhoa discretamente.
―Sí, diez años. Se llama Nico.
La canción por fin terminó de sonar. Nico sacó la casette de la radio, la besó y la lanzó por el acantilado. ― Vámonos, tienes razón empieza a hacer frío aquí…