¡Tic-tac!, ¡Tic-tac!, Ese repiqueteo constante que marca el paso del tiempo, llena la estancia del destartalado y caótico taller de relojería del señor Anselmo. «Todo es cuestión de acostumbrarse» —asegura siempre que le cuestionan como puede soportar el repetitivo y desquiciante soniquete, procedente de las decenas de relojes que llenan las estanterías de su vieja tienda, donde hace años comenzó a trabajar junto a su padre.
El primer reloj que tuvo fue el que dibujó en su muñeca siendo aún un niño. Desde aquel momento su pasión por las máquinas del tiempo fue en aumento. Se puede pasar horas examinando el engranaje de un reloj, le maravilla el lento pero constante y preciso movimiento de las diminutas ruedas dentadas que en perfecta coordinación y como movidas por una mano invisible y mágica, son capaces de marcar algo tan efímero como el paso del tiempo y solo tangible mediante unas finas agujas. La experiencia le ha llevado a granjearse una merecida fama que le precede, y de la que no presume, por su trabajo concienzudo y detallista. Ante cada nuevo arreglo siente una mezcla de ilusión, pasión y responsabilidad.
Han pasado los años, pero aún la culpa muerde su conciencia por aquel suceso luctuoso que marcó su vida.
Corrían los años 70, en una España en que la libertad era mutilada por la ideología de un solo hombre. Según los entendidos la dictadura estaba llegando a su fin, pero aún tenía la suficiente fuerza como para mantener le pena de muerte. La próxima ejecución sería a un joven de apenas doce años, cuyo único delito había sido trabajar como repartidor de un periódico de distinta ideología al régimen. La sentencia fue firme; «El 25 de abril, el reo será conducido a la sala de ejecuciones donde se le dará muerte en la silla eléctrica, exactamente a las 0:00 horas». Apelando a la juventud del chico se solicitó su indulto, pero la fecha de ejecución se acercaba y el perdón no llegaba.
El día de la aniquilación, en un último momento y a deshoras , al taller de relojería, llegó el encargo de arreglar el reloj de la sala de ejecuciones. Se había desajustado y debía estar listo para la media noche. Anselmo, mandado por su padre, fue el encargado de realizar el trabajo que determinaría la hora exacta de la ejecución del joven. Antes de salir del taller, su padre le dio un último consejo de veteranía; «Acuérdate, cuando oigas el ¡Clic!, ya sabes que el resorte ha encajado perfectamente en la corona quedando en su lugar exacto, de no ser así, la velocidad del reloj no corresponderá con la realidad».
Aún pasados los años, ha sido incapaz de olvidar el momento en que entró en aquella fría sala ocupada únicamente por una silla de madera, de la que colgaban correas de cuero y de la especie de casco metálico colocado en la parte superior, que hizo que el vello se le erizase. Se sentía nervioso e intranquilo. Estaba deseando terminar la tarea y volver al taller, por lo que trabajaba a una velocidad inadecuada para tan minucioso mecanismo. A Anselmo le temblaban las manos cuando la puerta situada a su espalda se abrió y al girarse pudo ver al joven preso custodiado por dos policías que le condujeron a su irremediable destino. Su trabajo había terminado. Debía de abandonar la estancia, pero movido por la curiosidad agazapado y sin ser visto, pudo ser testigo de lo que cambiaría el resto de sus días.
Como ordena la ley, esperaron hasta la hora marcada para llevar a cabo la condena. Todos tenían la esperanza, aunque nadie se atreviese a hablar de ello, de que llegase a tiempo el ansiado indulto. Las manecillas del reloj se alinearon a las doce en punto marcando que había llegado el momento. En ese preciso instante el policía encargado, elevó la palanca haciendo que miles de voltios recorriesen el cuerpo del chico, que se retorció en la silla al sentir la descarga. Segundos antes de las 00:01 horas, un agente entró con la diligencia que exigía el momento, dando la orden de que detuviesen la ejecución, el indulto había llegado. Todos lamentaron que hubiese sido demasiado tarde, todos menos Anselmo. Él fue el único que se percató, al consultar su reloj de pulsera, que el reloj de la sala, el que él había ajustado, había adelantado. Un minuto después su reloj marcaba exactamente las doce de la noche. No daba crédito a lo que estaba sucediendo. En ese instante la angustia le envolvió, el miedo se apoderó de él. En su cabeza resonó la recomendación de su padre. Fue entonces cuando recordó que no había oído el necesario ¡clic!, para que todo estuviese perfecto. Entonces supo que había cometido un fatídico error con el que lleva viviendo desde aquel momento. Aquella lección de vida le enseñó, que de los fallos se aprende y de los errores se muere.