Una tarde en mi Austria natal cuando huía de los golpes de mi padre, me refugié en un verde prado. Las lágrimas luchaban por salir pero era tanto mi orgullo que apretaba la boca con rabia para no dejarlas asomar que me hice heridas en los labios y tenía las manos tan agarrotadas que las uñas se clavaron en ellas hasta que sangraron. Tumbado sobre la hierba me quedé dormido. Al despertar un cosquilleo me hizo estornudar y un picor inundó mi cabeza. Un gusano blanquecino y viscoso penetró por mi nariz. Con movimientos sinuosos se convirtió en inquilino de mi cuerpo. Lentamente subió hasta mi cerebro horadándolo como quien excava una cueva y derrumba lo que encuentra a su paso. Allí invernó hasta que mis gritos lo despertaron, nadó por mi sangre atravesando venas y arterias. Con la lentitud de sus movimientos llegó a mi corazón y lo convirtió en la piedra más dura y resistente jamás conocida, me carcomió las entrañas y alimentado de mis vísceras, a cada bocado, el gusano engordaba. Mi bilis era tan amarga que él al ingerirla la vomitaba. Así poco a poco dominó mi cuerpo, ya sólo me quedaba sin infectar el alma. Camuflado entre los tuétanos de los huesos el gusano trepaba para encontrarla pero nunca la alcanzó porque yo nací sin ella, yo soy Adolf Hitler.