Las mujeres decentes
Ada Sillero

La imaginación también debe descansar y la de Miguel está agotada. Siempre fantasea con situaciones que nunca llegan a cumplirse tal y como él idea en su cabeza. «El que vive de ilusiones, muere de desengaños», refranea su madre que no hace más que recomendarle que lo que tiene que hacer es olvidar a Marta y buscarse una «mujer decente».

         El cariño que sentía por Marta siendo aún un niño se convirtió en amor en poco tiempo y éste en deseo al llegar la adolescencia. Lo peor de todo es que con el paso del tiempo ha terminado convirtiéndose, en obsesión. Ella ha sido siempre el profundo secreto de su alegría y el continuo dolor de su corazón.

         Cuando por fin se atrevió a decirle que estaba enamorado de ella, Marta lo único que hizo fue soltar una sonora carcajada, que aún es capaz de oír a pesar de haber pasado ya muchos años. Para Miguel, ella era, «…su princesa con la boca de fresa, cuando aún tenía esa forma de hacerle daño…», como cantaba el “flaco” de Úbeda y que Miguel escuchaba una y otra vez en su anticuado tocadiscos sintiéndose identificado.

         Marta lo único que le ofreció en su momento fue su amistad, y en un principio para él era más que suficiente. Con el paso del tiempo ese regalo se le quedó pequeño. Buscando ese amor, por parte de ella, que nunca llegaba, Miguel se ofreció a ayudarla en todo lo que estuviese en su mano e incluso, en lo que no. Constantemente le agasajaba con regalos que sabía eran de su agrado e incluso en una ocasión renunció a su paga extra de Navidad, para dársela a ella y que cumpliese su sueño de ser azafata. Con aquel beso que Marta le dio en la mejilla como agradecimiento y que aún le quema, su corazón se ilusionó y, pasados unos meses cuando ella consiguió su título, Miguel la observaba orgulloso cómo caminaba calle abajo con su traje de la compañía Ryanair tirando de su maleta a juego. ¡Dios! «Cuantas veces hubiera dado la vida entera porque ella le pidiera llevarle el equipaje…», resonaba en su cabeza la canción que tanto le gustaba pero, su deseo nunca se cumplió.  «Lo que tienes que hacer es olvidar a Marta y buscarte una mujer decente», le seguía repitiendo su madre. Él nunca le contó su secreto pero… «ya se sabe que las madres lo saben todo», le contestaba su conciencia cuando se cuestionaba cómo su madre sabía lo de Marta.

         La existencia de Miguel hoy en día, continúa marcada por una vida anodina y monótona, y más desde que conoció la noticia de que su amada se iba a casar con un piloto de la misma compañía aérea en la que ella trabaja, gracias a él mismo.

         Lleva ya mucho tiempo haciendo lo mismo; cada tarde al salir de la oficina se detiene ante el escaparate de un sexshop cercano a su casa. Una muñeca hinchable de larga melena pelirroja, prominentes pechos y estrecha cintura, ataviada con una lencería sexy le observa desde el otro lado del cristal. Miguel fantasea con que es Marta y se presenta de ese modo ante él momentos antes de hacerla suya.

         Pasan los días, los meses, los lustros y nada en la vida de Miguel cambia salvo el deterioro considerable en la salud de su anciana madre. El resultado de su última prueba médica ha sido demoledor para él. Su madre padece un tumor cerebral cuya esperanza de vida es apenas de unos meses, empezando la enfermedad por afectar a su visión.

–¿Qué vas a hacer tú solo cuando yo no esté? –pregunta su madre aún sin saber el verdadero resultado de las pruebas médicas.

–No hablemos ahora de eso.

–Lo que tienes que hacer es buscarte una mujer dece…

–Sí, mamá sí -termina él la frase.

         Miguel quiere conformar a su madre y que no muera con la pesadumbre de verle solo, por lo que pasados unos días le cuenta que tiene novia, ante lo que la madre, completamente ilusionada, le pide que la invite a casa esa misma noche.

         A la hora que acostumbran a cenar, Miguel abre la puerta de su casa.

–Hola hijo. ¿Ya estáis aquí? –pregunta la madre con impaciencia.

–Sí mama, ya hemos llegado –contesta Miguel nervioso.

–¡Qué alegría, hijo! ¡Qué alegría!

–Ella es Lola –presenta.

         La madre solo ve una silueta, no es capaz de distinguir la cara. Para ella todo está borroso. La mujer quiere saludarla dándole los dos besos de rigor, pero Miguel se lo impide.

–Mama es que…, no puede hablar porque tiene una afonía muy grande.  Ha cogido frío.

–Pues estando así, no debería ponerse la falda tan corta –apunta la anciana.

 Se sientan los tres a la mesa con la intención de empezar a cenar.

–Lola, cuéntame –rompe la madre el silencio–. ¿Estáis ya pensando en casaros?

–Sí, mama –contesta Miguel–. Lola y yo nos queremos mucho y nuestra intención es esa.

–¡Qué alegría hijo! –repite–. Y tu familia ¿qué opina? –pregunta a la joven queriendo hacerla participe de la conversación.

–Pues… está encantada, mamá –contesta el hijo.

–Pero come, mujer. Que no comes nada –le pide la anciana.

–Es que como está un poco delicada, no le apetece mucho –responde Miguel por ella.

         De pronto, Lola parece sentirse mal. Empieza a desinflarse. A arrugarse. Lola se deshace sobre su silla.

–Mama nos vamos a tener que ir porque no se siente bien –argumenta Miguel al levantarse.

–¿Sí? –pregunta la madre preocupada.

–Sí, es que no se encuentra bien. Voy a acompañarla a su casa –dice nervioso mientras intenta sujetar a la muñeca. 

         La madre se levanta de su asiento preocupada por el momento. Agarrada al filo de la mesa llega hasta donde está Lola. La palpa, toca su pelo, el cuello, el escote, la manosea como si buscase algo. Miguel se deja caer en su silla. Se desmorona al mismo tiempo que la muñeca con la que ha intentado engañar a su madre. La anciana continúa palpándola y en la nuca toca un botón, lo destapa y comienza a soplar. Automáticamente Lola se rehace en su silla. «Hijo, a las mujeres decentes hay que darles aire siempre».

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