Más tequila
Cynthia Jiménez Lobón

Esperaba impasible a que el muñequito rojo diera paso al muñequito verde. Caminaba sin prisa, siempre solía llegar tarde. Subía la persiana de la frutería, sacaba de las cámaras frigoríficas la mercancía, colocaba la fruta en los expositores con la energía que su estado anímico le permitía y esperaba sentado en un rincón a los primeros clientes. Así eran sus semanas, excepto los domingos que transitaba de la cama al sofá y del sofá al frigorífico.

Una tarde, ya en casa, recordó las palabras del único colega que le quedaba: «Tío, sal de tu jodida zona de confort». Con esa idea en la cabeza, apagó la televisión y puso la radio. Una voz muy grave anunció la fiesta de reapertura del local preferido de su juventud. Se le erizó la piel. No impidió que la vida propia que habían cobrado sus dedos marcaran el número de Rober, el pesado, su colega.

Tomaron dos jarras de cerveza, unas copas y unos chupitos de tequila. Cuando despertó a la mañana siguiente se preguntó si habría cogido un taxi. No recordaba cómo había llegado a casa. Se echó la mano al bolsillo de los vaqueros. La cartera seguía ahí. No quedaba ni un céntimo. Preparó un café y puso a cargar el móvil. Con suerte le daría tiempo de abrir la frutería a las doce.

Esa noche, en su trayecto de vuelta a casa, el nombre de Laura apareció en la pantalla de su teléfono. No sabía quién era; no contestó. Mientras cenaba recibió un mensaje.

Cuando el día siguiente bajó la persiana de la frutería y emprendió camino a la plaza donde se habían citado. Se le acercó una mujer joven de melena rubia, lisa y con botas de cowboy negras. Entonces creyó recordar algo: hablaron de hacer algún viaje, ella también estuvo en la fiesta del local, borracha.

 —¿Te acuerdas ya, Nacho? –le preguntó con una media sonrisa y le plantó dos besos bien apretados en las mejillas.

—He recordado algo al verte. –Un perfume dulce se quedó atrapado en su nariz.

—¿Quieres cenar y hablamos? Conozco una cantina que no está mal.

 Se sentía oxidado. Le costaba seguirle la conversación. Esa mujer que había aparecido en su vida como por arte de magia, le hablaba de arreglar una casa rural para turistas en una perdida aldea. Tenía todo planeado, solo le hacía falta un socio que aportara pasta. Ella se encargaría de atender a los huéspedes y llevaría la contabilidad; él haría las compras y la colada. Nacho asentía; le seguía el juego. Tenía algunos ahorros y ella le atraía bastante. Decía algo de una lavadora-secadora para las sábanas y se la imaginaba sobre la cama, desnuda. Llevaba más de un año sin echar un polvo. De postre pidieron un par de Coronitas y más tequila. Acabaron en casa de Nacho, enredados. Él se esmeró a conciencia y ambos quedaron satisfechos. Observó desde la cama cómo se vestía y se calzaba sus botas. Antes de irse, apoyada en la puerta de su dormitorio, le guiñó un ojo y dijo que lo llamaría.

Siete días. Esperó durante siete días un mensaje o una llamada que no llegó. Volvió al mismo pub donde la conoció y pidió una cerveza. Laura no tardó en aparecer, esta vez, acompañada de Rober. Le dieron una explicación que no valía para perdonar a ninguno de los dos y, mosqueado, se marchó a casa. Le había quedado claro: Rober, para ayudarlo a salir de la monotonía, le presentó a una mujer con la que ya estaba liado. Una estratagema muy propia de su amigo que, además, se había quedado con Laura. Ahora ya sabía que no sería él quien la acompañaría a cumplir su sueño. Se fue a dormir. No tardó en despertarle la canción “London Calling”, su tono de llamada. 

—Nacho, hemos tenido un accidente, tienes que venir al hospital. Rober acaba de entrar por urgencias. 

—¿Pero qué dices, tía? –Su mal despertar le impidió decir otra cosa–. ¿Qué es esto? ¿Otra broma?

—Nacho, joder –dijo Laura y rompió a llorar. 

—Voy. –Colgó. Se quedó un rato pensativo en la cama. Dudaba, no sabía qué hacer, si ir a ver qué había pasado o retomar el sueño. 

Finalmente se puso los vaqueros y pidió un taxi. A paso lento, como si  arrastrara su propio cuerpo, cruzó las puertas de entrada al hospital. Pensó que aquellos lugares le gustaban muy poco. En información le dijeron dónde se encontraba Rober. El amplísimo ascensor estaba vacío. Se observó en el espejo: tenía que afeitarse. La puerta metálica se abrió. A escasos metros Laura hablaba con un médico. Se acercó a ella, tenía la cara magullada y la mirada perdida. El médico, cabizbajo, desapareció  por el pasillo. Laura, destrozada, con los ojos llenos de lágrimas, se abrazó a Nacho. El olor de su cabello hizo que él se empalmara y pensó: “estoy exactamente donde quiero estar”. 

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