
Esta mañana mi hermano compartió por whatsapp fotos antiguas. Maldita pandemia.
«La primavera del confinamiento os hace un regalo, no te quejes: os regala tiempo para hacer estas cosas», parece que estoy escuchando a mi padre. «Envenenado», corregiría yo, «un regalo envenenado». Y me negaría a darle la razón, como casi siempre que le enmendaba la plana. «Pero, en definitiva», me rebatiría él, «os regala tiempo. No seas desagradecida». Luego asentiría dejando entre ambos la duda de mi victoria o mi derrota dialéctica. «Dos no discuten si uno no quiere», diría de refilón y zanjaría cualquier amago de disputa, sobre todo si era del calibre de mis superfluas cavilaciones.
Llegaron un buen puñado de fotos al grupo de la familia. De esas fotos que tenemos en papel desperdigadas en algún cajón o en una triste caja y que sobreviven impertérritas a mudanzas y avatares, como si desprenderse de ellas fuera igual que tirar por la borda el pasado. Por eso conservarlas son el conjuro contra el olvido. Sacarlas es ahora una forma más de pasar el encierro.
Las que mandaba mi hermano eran fotos de cumpleaños de mis sobrinas pequeñas. Cumpleaños corrientes, con toda la familia y un par de vecinos alrededor de una tarta casera de galletas María con natillas. «Esas fotos las hice yo, ¿recuerdas? Y también las revelaba en el cuarto oscuro que le gané al hueco de la escalera y ¡a tu madre! Curso CEAC de fotografía a distancia. No lo hice mal». Cerraría la frase con una risotada contundente. ¡Qué tranquilidad me daba escucharlo reír! Y qué facilidad tenía para hacerlo.
Sin embargo, la última foto no la había tirado él, era una en blanco y negro y estaba muy deteriorada. En ella está mi padre con unos 8 o 9 años en la plaza del pueblo, con su caña de pescar. «Esperamos a los amigos que faltan para ir al río, ¿ves? Todos llevan sus cañas. Yo, con mis botas de agua. ¿Sabes si se puede recordar el frío desde donde estoy?». Para mí que sí. «El grajo volaba bajo ese día, no te digo más».
Hoy hace tres años que murió. Mi hermano no recuerda que hoy hace años de tu muerte. Seguro que no lo recuerda. «Qué buena memoria has tenido siempre, hija. ¿Tres años de mi muerte? Pues parece que fue ayer». A los dos meses justos de anunciarnos su fecha de caducidad. Atinaron. Fue una despedida rápida. «Me gusta esta foto. Con qué poco éramos felices. ¿Has visto las cañas tan rudimentarias que teníamos? La felicidad era muy barata entonces, total, no había dinero para nada». Él se recrearía, si de verdad pudiera, contándome los pormenores de la foto en blanco y negro que se había colado con las descoloridas de aquellos cumpleaños que aún se retrataban manualmente. Yo lo escucharía con la prisa que solía escucharlo: pensando en los niños, la comida, la compra o la revisión del coche. Y él dejaría de hablar cuando vislumbrara que yo estaba a otra cosa. Luego el cáncer lo dejó mudo, se ahogaba y renunció a las palabras, a sus historias. Ahora intento escuchar lo que me dice, pero confieso que me sigo despistando mucho, como siempre…
De todas formas, y diga él lo que diga, no me gusta recibir fotos sin ton ni son y menos encerrada en una casa llena de fantasmas. Imposible resistir a la nostalgia. Me voy a salir del grupo y punto. «¿Qué necesidad hay de soliviantar a nadie? No te hagas mala sangre, hija», me recomendaría, sabiendo lo mal que se me dan los naufragios. A mi padre. Se te echa de menos, que lo sepas.