Ese día amaneció con total oscuridad. La gente se levantaba con sueño y a tientas, encendía el fuego para preparar el sustento diario. En todos los hogares iba prendiendo la leña. El fuego era diferente en cada casa: había fuegos minúsculos, con mucho humo y poca llama; fuegos cantarines con ramas secas dispuestas a prender rápido; y los más potentes, con algún tronco, se disponían a pasar la jornada luciendo sus encantos rojizos y dejando huellas en forma de brasas para seguir acompañando a los moradores de la casa. Y luego estaban los fuegos de las casas de las familias acomodadas que lo mandaban encender en la cocina. Esos seguro que no se dejaban morir al caer la noche, sólo había que soplar un poco para que prendiera de nuevo.
Llegamos a esa aldea, empapados de la lluvia caída y pudimos ver cómo, según luciera el fuego, así era el interior de los que vivían en ese lugar, y nos detuvimos en uno muy chiquito donde la abuela tostaba cacahuetes que nos ofrecía con gusto para que comiéramos, mientras intentábamos secar un poco la ropa. También nos detuvimos donde ya había ardido el fuego y las brasas seguían ardiendo para calentar un gran perol de aguardiente de arroz que venderían más tarde en el mercado.
Las humildes chimeneas echaban humo anunciándose. El día no levantó su capote de niebla, los niños salían a las calles a jugar con sus gomas. Volvía a llover… y me desperté con el repicar de la lluvia en los cristales de la ventana y quise buscar el fuego para seguir dentro del sueño, pero el sueño había volado, hecho humo.