La niña valiente
Marisol Fernández

Creo que estábamos al final del verano. Sería alguno de esos fines de semana de septiembre, en los que aún disfrutábamos de la casa y del campo antes de volver a la rutina, con el colegio y los días cada vez más cortos y las tardes oscuras, frías y lluviosas del invierno madrileño.

Habíamos construido, mi prima Palomi y yo, sendas cabañas junto al arroyo. La mía era más bien un cercado de ramas de chopo llenas de hojas que se habían ido secando, tomando colores ocres y amarillos. El suelo era de arena blanca de río, con piedrecillas brillantes, que alisábamos con ramas a modo de escoba.

Nos hablábamos desde nuestras casitas, nos visitábamos una a la otra y nos dábamos ideas sobre cómo colocar todos los enseres que mi abuela nos había dejado para nuestros juegos, y que, poco a poco, y en varios viajes, habíamos ido trasladando hasta allí.

Teníamos latas vacías de leche para bebé, de la que se había alimentado durante el verano mi hermano pequeño, biberón tras biberón; también algunos cubiertos desparejados y un azucarero viejo de metal, un poco abollado, en el que puse a calentar agua, azúcar y trozos de membrillo, en un fuego que preparé con palitos y ramas dentro de una de las latas. No llegamos a probarlo pues el azucarero se volcó y se derramó toda la sopa, apagando el fuego. Debí llevarme unas cerillas a escondidas, ya que se nos tenían prohibidas. Si los mayores nos veían cerca de la chimenea o interesándonos por cualquier tipo de fuego, nos decían que esa noche nos haríamos pis en la cama. Alguna vez me había visto en esas y era algo que no quería ni imaginar.

Mi prima y yo éramos bastante parlanchinas; niñas de charlas y risas, de jugar a las tiendas, de repetir las expresiones que escuchábamos: “Póngame un cuarto de chorizo de cantimpalo, y córtelo finito”, o “¡Adiós Madriz, que se queda sin gente!”. Nos entendíamos y nuestra relación era fácil y tranquila.

Por otro lado, estaban mi hermano, el mediano, y mi prima Rosamari, hermana de Palomi. Ellos dos se entendían de maravilla, incluso decían que se iban a casar cuando fueran mayores, que irían a ver al Papa para que les diera permiso.

De ellos venían nuestros sobresaltos. Eran dos trastos, se reían de los juegos que proponíamos, nos llamaban sosas, patosas, aburridas, y nos hacían rabiar revolviendo nuestras cosas. Les hacía mucha gracia vernos enfurruñadas y llorosas cuando nos fastidiaban.

No les habíamos contado el plan de las cabañas. No recuerdo cómo se enteraron, pero enseguida quisieron ir a ver. Palomi y yo nos mirábamos temerosas, pero no pudimos más que ponernos en marcha con ellos dos por el camino de tierra, sorteando los surcos que dejaban las ruedas de los tractores que iban a las huertas. Mi hermano cada vez iba más rápido, burlándose y bromeando sobre lo que suponía que habríamos construido, haciendo comentarios sobre su intención de meterse por donde le diera la gana, que para eso “el campo es de todos”.

Yo, viendo lo que se me venía, aceleraba por momentos. Finalmente eché a correr. Al instante todos corríamos. No sé cómo pude cruzar el arroyo sin caerme al agua. Sólo me veo corriendo, muy deprisa, oyendo a mi hermano, amenazante, gritar y reír pegado a mí.

Aún puedo sentir el latido fuerte de mi corazón, mis piernas dando grandes zancadas, como si volara, y me escucho gritar: “¡Voy a defender lo mío! ¡Voy a defender lo mío!”, a pleno pulmón. Estaba invadida por una decisión que no sé de dónde me vino. Mi actuación dejó sorprendidos y parados a los demás. Por un momento, creo que me miraron hasta con respeto. Yo era la mayor de los primos, pero nunca antes había sentido sobre mí miradas como esas: eran miradas de admiración. Y es que eso “mío” que iba a defender creo que no era sólo mi cabaña… Mi hermano enseguida retomó sus burlas, pero no me importó. Lo que fue de nuestras cabañas y el final de la aventura, no lo recuerdo. Pero aquella escena todavía hoy me trae la fuerza para afrontar situaciones difíciles. Y es que, cuando la necesito, sé que dentro de mí encuentro a la niña valiente.

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