La maleta estaba siempre encima del armario del cuarto de los papás, envuelta en una sábana blanca y vieja que tenía una F y una C bordadas en azul.
Sita, desde sus siete años, apenas alcanzaba a verla desde el suelo, pero sabía que estaba allí y también sabía qué contenía. Muchas veces le pedía a su hermano:
─¡Anda, Santi, déjame leer alguna!
─Cuando seas mayor –repetía éste, un día tras otro, sin darle gusto.
Sita sabía que en aquella maleta, de cartón, forrada de una tela áspera, que parecía arpillera, de color marrón con unas listas verticales que formaban dibujos, tenía las cartas que papá y mamá se habían cruzado, hacía mucho tiempo, durante la guerra, cuando eran novios.
Otras veces se lo pedía a su hermana.
─Sara, baja la maleta, ¡déjame leer alguna!
Y Sara, como un eco, contestaba:
─Cuando seas mayor.
Ella había visto, a veces, las cartas misteriosas. Cuando papá y mamá no estaban en casa, Sara y Santi bajaban la maleta del armario subiéndose a una silla, la abrían y ella veía muchos sobres, blancos, con sellos raros con la cara de una señora seria con una especie de cofia y atados en grupos con lazos. Casi todos tenían una franja que los cruzaba con los colores de la bandera y arriba ponía: “Viva España”. El papel de las cartas era blanco. La letra de su padre era muy bonita y redonda; escribía muy ordenado y se leía muy bien. La de Carlota, su madre, era grande y embarullada, difícil de leer. Todas las cartas tenían en la primera hoja, arriba, una cruz muy grande.
Mientras sus hermanos, ansiosos, leían cartas y cartas, ensimismados, ella jugaba con los sobres y se fijaba en unos redondeles negros que manchaban los sellos. Estos redondeles tenían nombres escritos a su alrededor y ella, con dificultad, conseguía leerlos: GUADALAJARA, MADRID, TERUEL…
A veces, medio a escondidas, consiguió leer las primeras frases: “Mi novia querida” “Fernando de mi corazón”.
Cuando papá y mamá estaban a punto de llegar, Santi y Sara cerraban la maleta, presurosos, con aquellos pestillos metálicos que hacían “clic”, la envolvían en su vestido blanco y la subían al armario. Después fingían estudiar y Sita jamás los descubrió.
Pasaron los años. Todos crecieron. Santi se casó y Sara se fue al convento. La maleta desapareció del armario y otras inquietudes llenaron la vida de Sita…
Un día, después de la muerte prematura de Carlota, mientras trajinaba en la cocina, vio en el fondo del jardín el humo de una pequeña hoguera. Su padre trasteaba a su alrededor. Sita salió de la cocina y se acercó.
─¿Qué haces, papá?
─Quemo cosas viejas.
Sita vio la maleta vacía y una punzada se coló en su pecho.
─¿Quemaste las cartas?
─Sí, eran viejas, ya no las necesitamos.
─¡Pero yo las quería! ¡Yo ya soy mayor! Y quería leerlas –hipaba Sita sin poder contenerse.
─No llores cariño. Tu madre y yo nos quisimos mucho, y a vosotros también. Las cartas no importan… -murmuró, mientras lágrimas espesas corrían por sus mejillas-. Dentro de poco tú tendrás tus propias cartas de amor.