Para culminar, el Apocalipsis. Así terminaba el titiritero sus obras. Con todos los personajes muertos, amontonados sobre el escenario. Buenos, malos, caballeros, doncellas, jueces, inocentes y culpables. A veces morían de amor, otras a causa de una bomba atómica, un meteorito que acababa con la civilización o cualquier final trágico imprevisible. Tras unos segundos de asombro, el público estallaba en ovaciones y aplausos. No siempre conseguía transmitir su visión desesperanzada sobre la falta de humanidad en el mundo, aún así, solía quedarse satisfecho con la reacción tanto de los más jóvenes como de los mayores. Una vez finalizada la obra, después de algunos agradecimientos e incluso, a veces, tras hacerse alguna fotografía con los más pequeños, Raúl guardaba en una maleta sus marionetas y elementos decorativos, plegaba el escenario y emprendía el viaje hacia su siguiente destino. Viajaba solo en su furgoneta, normalmente de noche. No era casualidad que sus creaciones estuvieran siempre directamente relacionadas con la tragicomedia. Así entendía él la vida. Trágica por su historia personal, cómica porque con sus marionetas compartía su fatídica visión del mundo, despertaba algunas conciencias y se reía de las desgracias propias y ajenas.
Una día, tras la función, se acercó un niño muy emocionado para pedirle un abrazo; fue un gesto tan sincero que a Raúl le inundó una sensación de nostalgia. El viaje de esa noche, por una carretera secundaria, le transportó a su infancia en el pequeño pueblo del sur al que pertenecía. Recordó con total nitidez la voz de su abuelo contándole historias fantásticas, hablándole de los sueños, de la libertad del alma y de tantas otras cosas que nadie más comprendía en su familia: «No le cuentes esas historias raras al niño, le vas a contagiar tu locura», le decían al anciano. «Al final acabarás encerrado en el manicomio».
Y así fue. Unos meses después de que Raúl se emancipara, ingresaron a su abuelo en un centro de salud mental donde, a los pocos días, murió de forma repentina. Desde entonces el titiritero no había vuelto a casa de sus padres. Ni siquiera una llamada de teléfono en fechas señaladas. Mientras pudiera, su intención era seguir mostrando de pueblo en pueblo su forma de ver la vida transformada en sencillas y fatídicas obras de títeres.
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Llamaron a la puerta de la habitación. «Buenos días, Raúl. Te traigo el desayuno, pero antes, toma tu medicación. Abre la boca. Nada por aquí… Muy bien. Que tengas buen día».