El trato
Celia Szuchmann

​Blanca llegó de su pueblo a Buenos Aires para estudiar en la Facultad de Letras y el ingreso lo había aprobado con un notable. Llevaba una maleta de cartón y apretaba con fuerza un papel arrugado, por temor a perder la dirección que guardó tiempo atrás: «Se alquila habitación económica para estudiante. Uspallata 995, Capital».

Demoró más de una hora en caminar desde Constitución, la estación de trenes, hasta Barracas; a medida que se alejaba del centro observaba las calles deprimidas por la pobreza, los árboles, sin embargo, eran como un jardín prolongado de la acera, cada portal sumándose a otros portales. Anochecía, las ventanas no miraban a nadie, cruzó en diagonal el largo y hermoso parque Lezama, el otoño había quedado para quedarse y las primeras hojas de los plátanos se echaban a volar.

El peso de la maleta la obligaba a una marcha lenta. Al llegar y ver la casa, tuvo la impresión de que, apenas el viento y unas gotas de lluvia cayeran, se derrumbaría. Golpeó la puerta -no había timbre- y un chiquillo abrió, detrás la madre con acento español y una sonrisa que quiso ser amable le dijo: «Buenas noches, me llamo Rosita, adelante». Blanca contó cuatro niños, más uno que la recibió, cinco y el marido, pegado a la radio -ni la miró-, seis y con la madre siete. Se notaba la falta de dinero. Había que compartir el baño, «como una más de la familia» dijo la dueña. Quiso escapar, pero por la baratura del precio desistió de la idea. Lo bueno de la habitación era la ventana que daba a la calle, lo demás, sólo paredes descascaradas, manchas de humedad, una cama, una silla y un ropero desvencijado. Blanca se prometió que habitaría por poco tiempo en aquel lugar. No deseaba tener hijos y mucho menos compartir los ajenos.

Cuando decidió irse del pueblo, el padre la apoyó; su madre celosa, le recordaba las debilidades de la niñez y le decía que no sería capaz de vivir sola en Buenos Aires. Blanca hacía tiempo que no la escuchaba; estudiar y terminar la carrera, era su plan en mil novecientos cincuenta y tres. Cansada, después del largo día, decidió tomar una ducha bien caliente -no pudo, había sólo agua fría-. No tenía hambre, quería dormir, por la mañana iría a la facultad y luego a buscar trabajo.

Al día siguiente, no le fue mal, encontró un café bar céntrico, necesitaban a una camarera para atender al público de 8 a 14 horas. El sueldo no era bueno, pero le cubría los gastos básicos e incluía el desayuno y la comida. Atardecía ya, por primera vez bajó las escaleras del subte, la multitud de gente era impresionante, contó siete estaciones hasta llegar. Como el día anterior, los chicos gritaban, la madre histérica los amenazaba con dejarlos sin cenar; Blanca pasó de largo -apenas saludó- y se encerró en la habitación, pensó en marcharse cuanto antes.

Temprano, antes de salir a trabajar, la dueña con voz ronca, le recordó que el marido -como ya le había anunciado el primer día- iba a poner otra cama; una nueva estudiante iba a compartir con ella la habitación, no sabía por cuanto tiempo, la ventaja -dijo- es que los fines de semana se iría al hotel dónde vivía el abuelo. Blanca muy fastidiada aceptó el trato, no tenía otra opción.

Las primeras clases en la facultad, conocer a los compañeros y a los profesores, era lo mejor que le había pasado desde que llegó; decidió ir andando hasta la casa.

Desde la calle se veía la luz de la ventana en la habitación. Abrió la puerta y se encontró con la estudiante sentada sobre la cama que acababan de instalar, y al lado, el bagaje: dos maletas y un bolso de piel. Blanca pensó en la maleta de cartón.

―¡Hola! Soy Natalia, pero me llaman Nati, encantada.

―Soy Blanca. Bienvenida.

―Mi abuelo aceptó, por fin, que viva sola, con la condición de que estudie, así que me decidí a ir a clases como oyente, a la Facultad de Letras.

―Entonces estaremos en la misma facultad, las clases ya comenzaron y voy todos los días por las tardes.

―Me apunto, espero que no sea tan horrible como esta habitación que compartimos.

―De acuerdo, Nati, mañana en la puerta principal de la Facultad nos encontramos.

Cuando Nati abrió el equipaje para colgar la ropa, Blanca no dejaba de observar, jamás había visto un vestuario tan fino y delicado, la lencería de satén y encaje, blusas de seda natural, vestidos de noche bordados a mano, abrigos de purísima lana…

«Nati no encaja en este lugar ¿cómo vino a parar aquí?», se preguntó Blanca.

―¡Qué ropa tan bonita! 

―SÍ, mi abuelo es muy generoso…

Nati le caía muy bien a Blanca, era alegre, cariñosa y le agradaba su compañía. Un sábado por la mañana, le pidió el favor de ir al hotel dónde vivía el abuelo, ella iba a salir con un amigo. «Lo voy a llamar para avisarle, es muy simpático y amable, decíle que somos compañeras de la Facultad, te va a invitar a cenar, conversarán y más tarde el chofer te traerá de vuelta». Blanca aceptó.

A las nueve en punto el chofer pasó a buscarla, Nati le prestó un vestido y un abrigo elegante; tuvo que ir con los zapatos de siempre porque no calzaban el mismo número.

El hotel Sussex, estaba ubicado en Las Heras y Callao, un barrio elegante de Buenos Aires. Don Manuel, el chofer, acompañó a Blanca hasta las habitaciones del abuelo, golpeó suavemente y una enfermera con cofia y delantal blanco abrió la puerta. Un vestíbulo amplio, con muebles de estilo, con sillones tapizados en seda y la luz tenue de las lámparas propiciaban un clima íntimo.

―Pase señorita, desvístase -le dijo la enfermera.

―Perdone no entiendo, ¿tengo que quitarme la ropa? -preguntó Blanca.

―Sí… ¿Nati no le explicó?

―Nati me dijo que iba a cenar con su abuelo, nada más.

―Mire, el señor la espera, quítese el vestido -ordenó-, puede quedarse con la ropa interior.

Blanca, dudó, no sabía si irse o quedarse. Podría haber pedido que la enfermera llamara al chofer o haber vuelto sola andando -difícil, por la distancia: Barracas quedaba lejos desde allí-.

―No esperaba esta situación, es muy incómoda; pero la aceptaré por mi amiga que me pidió el favor de acompañar a su abuelo.

Se quitó el vestido y se miró en el espejo. «No estoy mal», se dijo.

―Descalza, por favor.

―¿Algo más?

―Nada más, adelante, pase.

El mayordomo abrió la puerta y Blanca entró, sola, a un comedor muy elegante, con la mesa puesta para dos: en la cabecera, un viejo, -no tan viejo- alto y fornido, de pie, vestido con un saco fumoir de pana marrón, camisa blanca y pañuelo de seda en el cuello. Blanca se sorprendió, esperaba ver a un anciano calvo y se encontró con un hombre de pelo abundante, entrecano, y aún atractivo.

Vestida sólo con la ropa interior, Blanca se sentía incomoda, inevitablemente.

―Buenas noches, me llamo Blanca y soy amiga de Nati, su nieta, vamos juntas a la Facultad -habló con voz temblorosa.

―Mucho gusto, mi nombre es Álvaro y le aclaro que Nati no es mi nieta. Por favor tome asiento.

Blanca no supo qué responder, se preguntaba: ¿Quién es Nati? ¿Por qué me dijo que Álvaro era su abuelo?.

El mayordomo volvió con un par de candelabros, encendió las velas, descorchó una botella de vino y previamente le acercó la copa a Álvaro para que le diera su aprobación, y luego lo sirvió en las copas, mientras una mucama uniformada servía la cena. Cuando el personal de servicio se retiró, Álvaro inició el interrogatorio: «¿Sos de Buenos Aires, adónde vivís, en qué año estás de la facultad, tenés novio? …» Blanca respondió a todas las preguntas -no tenía nada que ocultar-, sólo deseaba saber por qué Nati le mintió diciéndole que ese hombre que tenía enfrente era su abuelo.

―Pregúntele a Nati porqué le dijo que yo soy su abuelo, ella sabrá… No hablemos más de ese asunto – concluyó Álvaro.

Después de cenar, pasaron al salón de fumar, el mayordomo sirvió el café y dos copas de coñac. De inmediato la enfermera se acercó con una jeringa y aplicó en el brazo izquierdo del hombre una inyección y se retiró en silencio.

―¿Le gusta leer, Blanca? -preguntó Álvaro.

―Mucho, la carrera que elegí es Letras…

―¿Puede leer algo para mí? -Tomó un libro de la estantería y le señaló el poema que deseaba que leyera.

Blanca comenzó a leer:

Déjame que te quiera
lo haré en voz baja,
seré si lo prefieres, apenas un suspiro.
Refugiaré en la sombra de tu sombra
mi desvelo habitando los escombros
Y el hollín.

Al cabo de un rato, Blanca interrumpió la lectura y dijo:

―Álvaro, creo que llegó la hora de marcharme.

―De acuerdo, el chofer la llevará hasta su casa. ¿Volverá pronto?

―Voy a buscar el equipaje y vuelvo. ¿Está de acuerdo?

―Trato hecho. 

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