Frida y Mateo
Ascen Ferrón

Mateo era una persona anodina, de esas que caminan por la vida y que, salvo por su pelo, pasaría desapercibida. Tenía una incipiente calvicie que intentaba disimular colocándose pelo de atrás hacia delante. Lo llevaba engominado y le daba un aspecto ridículo, grasiento y sucio. Trabajaba en una agencia de seguros, hablaba poco, escuchaba siempre y anotaba en su agenda mental las conversaciones de sus compañeros que hablaban sobre temas de follar.

Desde que su mujer lo abandonó para marcharse con un representante de perfumes, follar se había convertido en su única obsesión. Miraba a las mujeres, cuando alguna le gustaba la perseguía y, como una fiera, iba a por ella. En el momento en que dejaba de satisfacerle, no se lamentaba y buscando sustituta, la reponía. Vivía en un pequeño piso rodeado de olor a tabaco, olor a frito y  a sudor.

Frida era callada y observadora. Una mujer inactiva cuya única misión era complacer sexualmente a Mateo. Tenía la piel sonrosada, el cabello rojizo, largo y sedoso; su boca era grande y siempre con el mismo rictus de asombro. El cuerpo era de curvas redondas y su tamaño, mediano, contribuía a que Mateo la manejara a su antojo con comodidad.

Frida y Mateo compartían el baño, el dormitorio, la cocina, pero era en el salón donde ella pasaba la mayor parte del tiempo. Allí cada tarde lo recibía cuando él llegaba de la oficina y la saludaba con su acostumbrado: «Hola, princesa». Pero ella, nunca le respondía.

Le compraba perfumes con aroma a flores, bergamota  o frutales pues el olor era lo único que le desagradaba de ella. Cada día al llegar, la perfumaba y ella, callada, se dejaba.

Delante de sus compañeros rara vez la nombraba y cuando lo hacía era para referirse a las formas perfectas de su cuerpo, su inaudita prudencia y su disponibilidad para follar en cualquier momento, lugar y forma. Frida, la gran desconocida, siempre callaba y obedecía; nunca tenía dolor de cabeza y nunca estaba cansada.

Mateo la agasajaba con prendas de ropa interior, preferentemente le compraba provocativos corsés y mínimos ligueros. Él mismo la vestía y desvestía mientras Frida lo observaba, siempre callada.

En la oficina se mofaban de él porque su cara estaba cada vez más demacrada y sus andares, más cansados. «Frida, es insaciable», les decía.

Esa tarde, Mateo le había comprado un perfume nuevo con fragancia a vainilla y un corsé de raso rojo ribeteado con puntillas de encaje negro. Ella lo esperaba, como cada día, en el salón. Mientras él la vestía y la perfumaba, ella lo miraba con la cara de asombro y los labios pintados de brillante carmesí.

Él empezó a recorrer el cuerpo de la mujer, primero con las manos, después la acariciaba con la lengua, la follaba por la boca, por atrás y la penetraba por delante entre alaridos y sudor. Extenuado se encendió un cigarro y tumbado junto a ella, cayó rendido en un profundo sueño.

Unos fuertes golpes en la puerta lo sacaron del sopor. Notó un asfixiante calor, un humo espeso la impedía distinguir unos objetos de otros y le provocaba un gran escozor en los ojos; y, sobre todo, inspiró un intenso olor a plástico quemado. No se lamentó por Frida ni le dedicó un último pensamiento.

«La próxima vez la compraré de silicona», comentó entre dientes.

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