La calle Ayacucho, oscura y fría, comienza a desperezarse con el zureo de las palomas en los tejados. El diariero, guarecido en su kiosco, ordena los atados de periódicos que le dejó el camión en plena madrugada, mientras observa todo: los obreros presurosos camino a la fábrica, los colectivos que pasan semivacíos y la persiana algo oxidada del taller de muñecas en la acera de enfrente. Le extraña que el doctor aún no la haya levantado, siempre llega un par de horas antes de abrir el negocio, para tomarse unos mates con tranquilidad, “no se puede jugar con el cliente, el horario de apertura es sagrado”, le argumenta desde hace cincuenta años. Sólo se demora cuando por las mañanas tiene que llevar algún encargo en propia mano, cosa que deja para los viernes. Pero, hoy es miércoles.
En el taller siempre está el mate ensillado, los bizcochitos de grasa y la radio sintonizada en el 89.1 como si no existiera otro dial.
Entrar allí es entrar en un mundo paralelo. Huele a tiempo ido, a barniz, a polvo rancio, a silencio contenido. Cientos de muñecas habitan los rincones de estanterías y muebles viejos. Tantas hay que es imposible dar libremente con la que se desea, misión que sólo el doctor Roldán, como buen sabueso, puede cumplir.
Hay montones de ellas: de biscuit, de plástico, de hule, de terracota, articuladas, rellenas, venidas de tierras lejanas o nativas, donadas o abandonadas…; pero, con un denominador común: su antigüedad.
“Las muñecas modernas me ofenden, dice. No necesitan mis servicios, son descartables “.
Destaca en ese revoltijo, Pedrito, un malcriado japonés de ochenta años, con carita de celuloide y jopito colorado, que desbaratado yace en la mesa de trabajo, listo para el trasplante de una pierna rota. También Teresina una bella pepona de cartón piedra que había llegado desnuda y manchada de tinta en manos de su dueña, una anciana que no la quería perder, pues le recordaba el día feliz de su comunión.
El doctor, que es un tipo campechano, tiene las manos curtidas, muchas canas y un espíritu jovial. Se mueve en su taller como pez en el agua a pesar de los escasos metros cuadrados. Será por eso, que todo el que entra, se siente atisbado por aquel millar de ojos de colores, pintados o bordados, de sulfuro, fijos o parpadeantes, de cristal inglés, con pestañas o sin ellas, vacíos. En todos, pueden adivinarse historias que Roldán conoce de pe a pá. Entre sus muñecas y él no caben secretos.
Ufano, suele mostrar con una mano su mejor pieza, una muñeca de porcelana alemana, centenaria. Tiene una mirada angelical y por su boquita abierta asoman los dientitos blancos como perlas. Un piquete en la punta de su nariz y un hermoso vestido, ajado y sucio, son las cicatrices de una guerra vivida. Y con la otra mano, aquella muñeca negra por la que nunca volvieron. Su belleza de trapo no tiene igual. Su rostro, impreso sobre la seda oscura, es tan humano que estremece. De ella sólo sabe, que la habían rescatado de un anticuario jamaicano.
En aquella Babel, no cabe más sorpresa y diversidad. Desde figuras que, girando su cabeza, bajo un sombrero disimulada, muestran diferentes caritas: la risueña, la triste y la dormilona; hasta bebotes de paño lenci finísimos e italianamente reconocibles, autómatas a cuerda o primitivos muñecos africanos de madera tiznada.
También muñecos con aire de nostalgia como los de adobe y piedra que, de niño, Roldán había modelado con sus propias manos allá en la sierra de Tulumba. Y hasta muñecos imaginados, como los que tantas veces soñó Wilma y nunca tuvo. Son las seis de la tarde y la calle Ayacucho se desvanece. El doctor no ha venido y el teléfono detrás de la persiana no ha dejado de sonar. El diariero da por terminada su jornada, echa la llave al kiosco y en la esquina sube al colectivo. Se va preocupado por Roldán, lo ve muy cansado últimamente.