Recetas
Cristina Garrido Moraleda

Mamá no sabía cocinar. O al menos era lo que él repetía un día tras otro nada más sentarse a la mesa y probar la comida. Arrugaba sutilmente la nariz antes de tragar la cuchara que acababa de meterse en la boca y suspiraba resignado o irónico, según le apetecía: esta mujer no sabe cocinar.

Incluso cuando la abuela y el tito Juan comieron con nosotros, las pocas veces que vinieron a casa, él no dejó nunca de soltar su letanía. Y si después de esa apostilla reglamentaria alguno insinuaba que no estaba tan mal la comida, él se precipitaba a cortar la conversación diciendo: a estas horas, qué quieres, con hambre no hay pan duro.

A mí, para ser sincera, su comida nunca me pareció mala. Su arroz siempre estaba suelto y esponjoso. Su tortilla de patatas era firme y jugosa. Yo, la mayoría de las veces, rebañaba discreta el plato. Pero si él se percataba, decía solemne: qué buena boca tiene esta hija tuya. Se come cualquier cosa. No me extraña que esté cada día más gorda. Mírala. Tiene tu mismo cuerpo. Parecéis marmolillos.

Puede que fuera cierto, me comía y me como todo lo que me echen y no estoy precisamente flaca.

Cuando mamá saltó a la autovía desde el paso elevado y nos dejó, a mí se me encomendó la tarea de hacer la comida.

En estas tres semanas que llevamos sin ella él no había dicho nada en la mesa. Tampoco en casa hablaba mucho, la verdad. Hoy, cuando ha terminado de comerse la sopa me ha soltado limpiándose el sudor de la frente: cómo se nota que eres hija de tu madre. Esta sopa tiene su regusto. Aunque se come mejor que la suya. Tus comidas al menos están más saladas.

Me alegro de que le guste, sinceramente. Debe ser la pizquita de matarratas que llevo añadiendo a su plato desde que mamá murió.

Deja un comentario