Una camper amarilla
MªÁngeles Torró

Hacía un buen rato que Susana daba vueltas por las calles adyacentes al centro comercial en busca de un lugar donde dejar el coche. Odiaba los aparcamientos públicos. Le producían autentico repelús esos subterráneos siniestros en los que nunca penetra un rayo de sol; esas cavernas donde reposan cientos de automóviles a la espera de que sus dueños los rescaten de las profundidades de la tierra. El tufo que accede a la nariz nada más bajar del coche le repugnaba. La sensación de claustrofobia era tal que la empujaba siempre a precipitarse hacía las escaleras en busca de una bocanada de aire fresco. Por todo ello evitaba los aparcamientos públicos todo lo que podía. Pero, ante la imposibilidad de encontrar una plaza en la calle, aquel día no tuvo más remedio que enfilar la rampa de acceso al mastodóntico aparcamiento.

La inmensa primera planta estaba completa. Prosiguió hacia la segunda planta por la odiosa rampa que, para mayor tortura de los conductores, tenía forma de escalera de caracol. Por más vueltas que dio no encontró ninguna plaza libre así que no tuvo más remedio que proseguir en su descenso. Por fin, en una de las innumerables calles de la tercera planta vislumbró una luz verde. Debido a que los coches adyacentes habían invadido, sin mayor miramiento, parte de la plaza libre, tuvo serios problemas para encajar su pequeño utilitario en el poco espacio que dejaban los desconsiderados vecinos.

Como era de esperar, le resultó imposible salir del auto por la puerta del conductor y tuvo que arrastrase, mientras renegaba como un carretero, por encima del cambio de marchas, el freno de mano y demás artilugios que separaban su asiento del contiguo. Tampoco por el otro lado resultaba fácil salir, cosa que logró escurriéndose de perfil. Procedió entonces a la recomposición de su indumentaria entre nuevos improperios dirigidos a toda la humanidad y parte de la corte celestial. La falda se le había subido hasta cotas poco decorosas y la blusa se le había desabrochado hasta profundidades menos decorosas aún.

Cuando había logrado restablecer la compostura de su indumentaria fue cuando la vio. Justo en la plaza de enfrente, al otro lado de la calle, estaba ella: brillante y seductora a pesar de sus muchos años. No pudo por menos que acercarse. Era una coqueta Volkswagen Camper amarillo limón.

  Impertérrita al paso de los años, la Camper -de la que tanto había oído hablar-, ocupaba su plaza con toda dignidad. Era idéntica a la que le describiera su madre en multitud de ocasiones; esa de su alocada juventud, la hippy, la surfera, la protagonista de tantos viajes por carreteriles imposibles. La mítica Camper albergadora de tantos sueños de libertad para toda una generación.

 Susana recorrió despacio todo su perímetro. Unas cortinillas floreadas impedían ver su interior. Susurró “no te mereces estar aquí, bonita” y se alejó del lugar consultando el reloj. Se le había hecho tarde. Tenía que comprar un regalo para Juan, pues al día siguiente era su cumpleaños. Iba sin muchas ganas. La noche anterior habían tenido una de sus, cada vez, más frecuentes disputas.

Al cabo de una hora estaba de vuelta en el aparcamiento con una bolsa donde reposaba una de esas aburridas y carísimas corbatas que tanto le gustaban a Juan y que ella odiaba. Ya en el ascensor pulsó distraídamente la planta menos dos. Dio vueltas y más vueltas en busca de su coche. En su fascinación por la Camper había olvidado fijarse en el número y calle de su plaza de aparcamiento. Con el brazo en alto iba pulsando el llavero esperando que su coche le guiñara los faros. No obtuvo ninguna respuesta. Recordó entonces que era en la planta tercera donde había logrado encontrar aparcamiento. Recurriendo otra vez a una serie de tacos (murmurados esta vez entre dientes para no alarmar a sus compañeros de ascensor) bajó hasta esta última planta.

Cuando accedió a la inmensa catacumba respiró hondo como el que se apresta a entrar en combate. El sentido de la orientación no entraba entre sus cualidades. Repitiendo la maniobra de brazo en alto comenzó a recorrer las calles en busca de su coche. Entonces recordó la Camper. Ella sería su faro. Donde divisara la camioneta, su coche estaría enfrente. Esto la animó por unos segundos, pero inmediatamente cayó en la cuenta de que la Camper no tenía por qué seguir en su plaza. Quizás hacía rato que su dueño la había rescatado de las profundidades de la tierra.

Prosiguió su errático peregrinar entre los automóviles resignada a dar vueltas como en una noria hasta dar con el paradero de su coche. Una vez más los improperios más variopintos surgían de su boca mientras se prometía que jamás de los jamases volvería a pisar un aparcamiento público. En estas estaba cuando vio cómo la Camper avanzaba por una de las calles del fondo. No se lo pensó dos veces y arrancó a correr en esa dirección. Con gran asombro, el conductor de la camioneta vio que una mujer se dirigía hacia él haciendo grandes aspavientos con las manos. Cuando llegó a su altura, Susana se plantó delante de la camioneta obligando a su conductor a frenar bruscamente. El hombre bajó el cristal de la ventanilla:

–Señora: ¡Por Dios! Si me descuido la atropello -le recriminó en un pronunciado acento alemán.

–Perdone; tenía que pararle como fuera. Tiene que hacerme un favor. Lléveme a donde estaba la furgoneta aparcada.

–¿Cómo dice?

Con estupefacción el hombre vio que Susana rodeaba el coche, abría la puerta del copiloto y se sentaba a su lado.

–Ahora le cuento. Usted arranque que estamos entorpeciendo el paso.

Mientras esto decía observaba al alemán. Era un hombre de mediana edad, bastante atractivo que vestía de forma despreocupada y recogía sus, todavía abundantes, cabellos en una coleta. Susana estrujó la bolsa que contenía la corbata y con la mejor de sus sonrisas se dirigió al pasmado conductor de la Camper.

–¡Arranque hombre! Pues verá…

Fue el comienzo de una peligrosa amistad.  


Formulario de inscripción

Deja un comentario