Paso de peatones
Ángel Madero Pérez

Hace casi cuarenta años que Daniel no caminaba por el barrio en el que había crecido. Tras haber vivido la mayor parte de su vida en aquella urbanización de edificios color naranja, se marchó a trabajar al extranjero. Sin embargo, ahora había vuelto para quedarse. El barrio había cambiado tanto que no lo reconocía: los bares se habían convertido en oficinas; el quiosco de prensa había cerrado, ya nadie compraba el periódico en edición de papel. Lo único que permanecía intacto era el paso de peatones que Daniel tenía que cruzar, cuando era niño, para acudir al colegio. Estando allí, parado, evocó un recuerdo de una de aquellas mañanas.

Por aquel entonces, su madre, a pesar de que no se quedaba tranquila, le había dado permiso para ir solo a la escuela. Él le aseguró que tendría cuidado. Sin embargo, ella no se quedó conforme:  en el paso de cebra no había semáforo, por lo que era peligroso. A pesar de que Daniel nunca había tenido ningún problema, aquella mañana pudo convertirse en una tragedia.

Como de costumbre, Daniel se dirigía hacia la escuela, pero cuando llegó al paso de peatones se encontró con un problema: dos enormes camiones, uno situado a la izquierda y otro a la derecha, no le permitían ver la carretera, por lo que no podía distinguir si algún coche circulaba en aquella dirección. Estaba indeciso, pero ya llegaba tarde a clase. Mientras, otras personas cruzaban con facilidad, por lo que se armó de valor y empezó a caminar. En cuanto puso el pie en el asfalto, escuchó el sonido de un motor que se acercaba hacía él. El conductor hizo sonar la bocina, pero ya era tarde. Daniel no tenía escapatoria. Lo único que pudo hacer fue situarse de cara al vehículo y esperar que el golpe no fuera demasiado fuerte.

Cuando el choque llegó, Daniel voló el aire un par de metros hacia adelante, golpeándose la cabeza contra la mochila de color naranja que llevaba colgada a la espalda. El conductor paró el coche y salió de él, temblando. Se acercó a Daniel y le ayudó a levantarse.

En ese momento Jose Luis, un amigo de Daniel que había asistido al accidente, salió disparado hacia el portal de Daniel. Llamó al portero automático y en cuanto la madre de Daniel contestó, Jose Luis comenzó a gritar:

—¡Laura, un coche ha atropellado a Daniel! ¡Corre!

Al instante, la madre y el hermano de Daniel salieron del piso lo más rápido que pudieron, sin cerrar la puerta de casa. Cuando llegaron, Daniel estaba en la acera, en pie, junto al conductor del coche: esperaban a la ambulancia. Después de que los médicos le hubieran realizado numerosas pruebas, le dijeron que no era nada. Aún así, le vendaron la pierna izquierda. Por unos días aquella historia fue noticia entre sus compañeros de clase. Pese al susto que le había dado a su madre, él se había olvidado de aquel suceso hasta que volvió a ver aquel paso de peatones.

Deja un comentario