Al otro lado de la valla
Elena Sánchez Romero

Mientras cepillo lentamente el pelo de Hiba, mi hermana pequeña, recuerdo mis días felices en Siria. Tenía diez años y me encantaba ir al colegio, era muy buena estudiante, y sacaba las mejores notas de mi clase.

    Al cerrar los ojos, pensando en aquellos tiempos, puedo oler el pan recién hecho por mi madre cada mañana, escuchar las carcajadas de los niños jugando a pillarse en el patio, o los alegres cánticos en clase de música. Puedo ver los coloridos dibujos que llenaban las paredes de las aulas, y a los pequeños del parvulario, a los que observaba tras la ventana tirarse por el tobogán o balancearse en los columpios, con el viento enmarañando sus cabellos y las amplias sonrisas en sus rostros…

    Al llegar a nuestra casa, mi padre, que era un poco payasete, me sacaba de detrás de la oreja, una flor, una golosina o, los días que podía ser, una rica chocolatina para la merienda.

    En nuestro humilde hogar, podían escasear a veces la comida, los juguetes o muchos caprichos que no nos podíamos permitir, pero lo que jamás faltaron fueron las risas, los abrazos y los besos, con los que siempre nos colmaron mis padres.

    Es inevitable que me acuerde también de aquel día, cuando en el silencio de la noche, un horrible estruendo seguido de unos gritos desesperados, me despertaron. Sobresaltada y asustada, iba a salir de mi habitación, cuando mi madre abrió la puerta repentinamente, entró y me abrazó muy fuerte, diciéndome: —Tranquila Amina, cariño. Ponte los zapatos mientras que yo cojo algo de ropa.

    —¿Qué pasa, mamá?

    —No hagas preguntas cariño, por favor. Y ponte los zapatos. ¡Rápido! —Un estruendo mucho mayor hizo temblar el suelo bajo nuestros pies, y los cristales de las ventanas retumbaron tanto que parecían querer romperse en mil pedazos.

   Mi madre, me cogió de un brazo y tiró muy fuerte de mí, encontrándome en un segundo, aplastada contra su tembloroso cuerpo debajo de la cama. Con su mano sobre mi cabeza, me besaba y repetía una y otra vez entre sollozos: —¡Protégenos, por favor, protégenos! —Mi padre, entró en la habitación, con la pequeña Hiba en sus brazos, gritando: —¡Tenemos que salir ya, están muy cerca! —Yo no entendía nada, y un miedo aterrador me inundó y me paralizó por completo, teniendo que hacer mi madre un gran esfuerzo para sacarme de allí.

    Él, al ver mi cara de pánico y el estado en el que me encontraba, puso a la pequeña en brazos de mi madre, me sentó en la cama, y arrodillándose ante mí, empezó a ponerme los zapatos, diciendo: —Tranquila, sultana. Esto es un juego. ¿Vale? —Asentí, sin poder articular palabra alguna.

    —Hay que correr mucho hasta llegar al colegio. Allí nos están esperando para montarnos en unos camiones. Gana el que antes llegue, ya que en cuanto estén llenos, se irán. ¿De acuerdo? —Volví a asentir una vez más con la cabeza, pero el resto del cuerpo no me respondía todavía. Me cogió de la mano y salimos de casa corriendo. Mi padre llevaba varias bolsas de ropa en las manos y mi madre a Hiba en una, y una cesta de comida en la otra.

    Yo corría delante de ellos y cuando volvía la vista hacia atrás, mi padre cambiaba el gesto de terror por una amplia sonrisa, diciéndome: —¡Vamos sultana!, ¡Si seguimos así, seremos los ganadores! —A nuestro alrededor, corría también una multitud despavorida, gritando y llorando de desesperación.

    Al llegar a las puertas del colegio, varios camiones estaban aparcados con los motores encendidos, y con varias decenas de personas en sus remolques. Mi padre ayudó a mi madre con Hiba en sus brazos a subir a uno de ellos, entonces un hombre, le dijo: —Este está completo. La niña y tú iréis en el otro —Mi padre, mirándola fijamente a los ojos, besó la mano de mi madre y mientras nos subíamos al otro camión, le gritaba:

    —¡Tranquila, cariño! ¡Todo va a salir bien! ¡Nos vemos en la frontera! —Estuvimos toda la noche hasta bien entrada la mañana en la carretera. Mi padre, durante todo el camino, me tuvo fuertemente pegada a su cuerpo, besándome y sonriendo cada vez que lo miraba a los ojos.

    —No te preocupes sultana. Todo va a salir bien, ya verás —Me decía de vez en cuando, intentando disimular su nerviosismo.

    Del bolsillo de su chaqueta sacó un trozo de pan y me lo dio. Estaba tan hambrienta, que lo engullí casi sin masticar.

    —Cuando nos bajemos del camión no nos podemos separar, y lo primero que hay que hacer es buscar a mamá y a Hiba. Es parte del juego. ¿Entendido?

    —Entendido papá. Ya verás cómo conseguimos ser los campeones —Los camiones se detuvieron y la gente empezó a bajar de ellos y a correr de nuevo, para intentan atravesar, lo más pronto posible, un angosto agujero en medio de una infinita alambrada.

     La voz de mi madre sonó a lo lejos.

     — ¡Aquí Hassan, aquí! —Hiba y mi madre estaban ya al otro lado. Mi padre me apretó fuertemente contra su pecho y me besó la cabeza. Después, se agachó para ponerse a mi altura, me cogió de los brazos y mirándome fijamente a los ojos, con aquella amplía y cálida sonrisa que lo caracterizaba, me dijo: —Ya hemos ganado, amor mío. Corre con tu madre y tu hermana. En cuanto termine de ayudar a los más ancianos a cruzar, me reuniré con vosotras —Con un fuerte beso en la frente me ayudó a franquear la valla. Cuando nos vio a las tres juntas, abrazadas, al otro lado de la misma, gritó con una gran sonrisa en su rostro: —¡Corred, corred!, ¡Enseguida estoy con vosotras, sultanas mías!

     Mientras corríamos, empezamos a escuchar unos alaridos desesperados y el sonido atronador de cientos de disparos de ametralladoras. Mi madre, sin soltarme la mano ni un solo segundo y con Hiba en brazos, me gritaba llorando: —¡No mires atrás¡¡Corre, ¡Amina, corre! —Los supervivientes de aquel ataque nos contaron más tarde que los soldados de la guerrilla terminaron cruelmente con la vida de la gente que no consiguió pasar la valla, y entre ellos estaba, tristemente, mi padre. No paré de llorar en todo el día.

     Hoy después de cinco años, sigo recordando aquella última sonrisa, como si la hubiese visto ayer mismo.

    Un poco más adelante, nos esperaban nuevos camiones y, después de varios días de camino, desembocamos frente al mar, donde nos subieron en una pequeña embarcación de goma, en la que pasamos miedo, frío y hambre.

    No guardo recuerdos del momento en el que llegamos a la costa porque debí perder el conocimiento mucho antes. Lo que sí rememoro son las lágrimas y la cara de felicidad de mi madre al abrir los ojos después de mi letargo.   

Y gracias a la tenacidad y el esfuerzo de ella, hemos conseguido integrarnos en un nuevo país.

    Tengo quince años y la pequeña Hiba seis. Ambas estudiamos ahora en un bonito colegio situado en un barrio de la periferia.      

    Por suerte, la pequeña sultana, no recordará nada del terror que vivimos aquellos días y los primeros dos años como refugiadas en unos barracones, en los que se pasaba mucho frío en invierno y mucho calor en verano, y en los que la comida escaseaba más que en nuestra casa.     Mi madre consiguió un trabajo en la Cruz Roja de Suecia, y así, puede ayudar a otros refugiados que, como nosotras, llegan cada día huyendo del horror de una guerra cruel y sin sentido, que está acabando con las gentes de un país que solo quiere vivir en paz.


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