El olor del cielo
Ascen Ferrón

Sucedió una mañana de resaca, amanecí con la lengua como una alpargata, los ojos ensombrecidos por la máscara de pestañas y con olor a alcohol y a tabaco. A trompicones me levanté y al toparme de frente con el espejo, vi reflejada la persona que no quería ser.

Estaba hastiada de ser mercancía fácil que se despachaba a altas horas de la madrugada en el aseo de cualquier garito. Ahí, entre sucias y malolientes paredes me empotraba cualquier desconocido. No importaba su nombre ni el mío solo lo grande y dura que la tuviera, que al frotarla contra mi pubis las bragas se humedecieran, acariciara con la lengua mi sexo y embestida tras embestida nos corriéramos.

Esas noches al llegar a casa, me dormía envuelta en colonia barata de hombre mezclada con el apestoso olor a ambientador industrial y el aroma a mezcla de sudor propio y ajeno.

Aquella mañana decidí, frente al espejo, abandonar el bucle en el que desde hacía tiempo me sentía arrastrada. Decidí recuperar mi soledad, la que no rompe por dentro, recuperar las mañanas soleadas, las tardes de lluvia, el sonido de las tormentas. Decidí recuperar el olor de los libros y el de lavanda en las toallas como cuando era niña. Decidí recuperar poco a poco mi vida.

Estaba tan atiborrada de pieles de diferentes sabores, empapada de olores de tantos hombres, intoxicada de sus sudores que dejaron de ser objeto de deseo para mí, ellos, sus abultadas braguetas, sus musculados pectorales y sus abdominales en forma de tabletas de chocolate.

Pensé que me había convertido en un ser asexual, incluso me esforzaba por imaginar tórridas escenas de sexo con mujeres para comprobar si me excitaba. Algunas veces, en la ducha, me acariciaba y llegaba al orgasmo; eso me esperanzaba.

Pasaba los días rodeada de libros de autoayuda, mascarillas naturales para el pelo y música de Tracy Chapman, Tom Rosenthal y William Fitzimmons. Dejé de reírme con los hombres para reírme de ellos como seres planos sin sentimientos ni emociones salvo la que sentían en su entrepierna con el menor roce.

Pero lo que la vida te quita, cuando menos esperas, te lo da. A mí me quitó frescura, días, sueños… Pasado un tiempo en el que mis rotos se habían zurcido, la vida me lo dio a él. Lo hizo en forma de conversaciones con olor a aromático café, de bizcochos recién hechos que olían a manzana y canela. La vida me lo regaló envuelto en olor a ropa recién planchada y colonia fresca con aroma a hierba recién cortada.

No soy asexual, he descubierto un sexo luminoso pese a la oscuridad de la noche. Las mariposas aletean dentro de mí cada vez que en silencio me besa el cuello y su  lengua recorre mi piel empapada de aroma a mujer. Cuando acaricia mis pechos los pezones se endurecen, mi vientre se contrae, deseo sus caricias y sus dedos, deseo frotarme con su dureza de hombre, que con suaves caricias entre dentro de mí y con fuerza me llene. Ahora, cada vez que agarrado a mis caderas yo cabalgo sobre él siento la brisa correr por mi piel, me llega un aroma dulce y fresco que eriza cada palmo de mi cuerpo y esas veces, vuelo, vuelo y huelo el cielo.

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