Los pájaros llegaban siempre en las tardes de domingo y eran grises y perfectos.
Pero no todos llegaron a la vez.
Recuerdo el primero: oí su revoloteo en el balcón y me giré. Allí estaba, encaramado a la baranda. Era hermoso y joven y parecía tan triste que le dejé entrar. Los primeros días no permitió que lo tocara, se apartaba a mi paso e ignoraba mi parloteo de cotorra. A mí, su indolencia hacia mi persona no me molestaba. Me bastaba con verlo saltar sobre la cama, cagar sobre los muebles, comer y beber sin mostrar la más mínima gratitud. A mi madre le molestaba su suciedad, su altanería, su melancolía tan poco común. Pero quedaron las cosas claras cuando declaré al pájaro de mi propiedad y, por lo tanto, bajo mi exclusiva tutela y protección.
El pájaro creció y su plumón blanquecino y débil se tornó gris y poderoso y aún me pareció más bello. Se ovillaba en mi nuca y se quedaba dormido, así que yo no me movía durante horas, hasta que notaba de nuevo el ligero temblor de la avecilla debajo de mi cabello. Le dejaba meterse en mis huecos corporales, picotear los pelos de mis cejas, rebuscar bajo las uñas, acariciar mi mano con su conmovedor aleteo.
De vez en cuando se escapaba, debo decir. Siempre tenía la precaución de cerrar puerta y ventanas, pero en ocasiones, no podría asegurar cómo, mi pájaro volaba lejos de mí, cosa que, aunque me molestaba, me dejaba —por qué no reconocerlo— tiempo para algunas tareas: llamadas pendientes a escasas amigas, conversaciones inaplazables con mi madre, compras de ropa y otros objetos deseables pero poco deseados e inútilmente necesarios…
A veces disfrutaba de esos ratos, sin acordarme siquiera de mi pájaro. Entonces mi madre reía y me agarraba fuerte la mano. Aprovechaba para besarme y despeinarme y volverme a peinar. Hacíamos planes para el futuro: los novios que llegarían, la universidad, el trabajo. Pero pasado un rato y si el pájaro no había vuelto, me atenazaba la incomodidad. Lo buscaba y obligaba a mi madre a buscarlo tras las cortinas, dentro de la bañera… Ella enmudecía y sigilosa, buscaba excusas para desaparecer.
El futuro llegó. Estudié, encontré un trabajo y un novio, me mudé. Pero el viejo pájaro se vino con nosotros. Mi marido lo aceptó, pero nunca lo amó. La nueva rutina doméstica lo hizo más independiente y durante algunos años no le presté mucha atención. Nunca le faltó ni comida ni agua, pero la crianza de mis hijos era absorbente y ya nunca había tiempo para que se acurrucara en mi nuca.
Una tarde de domingo llegó el segundo pájaro, grande y también gris. Apareció sobre la cama de mi hija y no me resultó extraño. Caminó sobre las sábanas dejando marcas de barro y restos de hojas sucias. Lo dejé hacer. Cuando llegó la noche, busqué un lugar para él y nos echamos a dormir. Su cuerpo enorme necesitaba de muchos cuidados y no encontraba horas en el día para prodigárselos así que siempre me encontraba agotada. Su mera presencia me hacía caer en un perezoso letargo y cuando descubrí que podía posar mi cabeza en su buche sin hacerle daño, dormía sobre él durante horas, de día o de noche, mientras a mi alrededor las criaturas de mi familia vagaban extraviadas, entre susurros y persianas bajadas.
Después llegaron muchos más, siempre grises, siempre en tardes agónicas de domingo. Como un ejército bien adiestrado rindieron la casa entera estableciendo en mi dormitorio su cuartel general. A cualquier hora se esponjaban con descaro las plumas después de asearse en el lavabo y picoteaban con vulgaridad en mis macetas. Se paseaban con desvergüenza por la cocina y había que asustarlos a manotazos para que dejaran de comer de los platos de comida.
El día que se transformaron en grajos me tomaron como rehén. Me recluyeron en mi cama y montaron guardia para que nadie se me acercara. Y nadie lo hacía. Desde debajo de las mantas los observaba comportarse como pequeños reyezuelos emplumados y empecé a odiarlos. Pronto apreciaron mi cambio de actitud y se volvieron desconfiados y dictatoriales conmigo. No me dejaban comer ni dormir. Batían sus alas junto a mis oídos y ahogaban mis quejas con sus graznidos, para que nadie pudiera oírme.
Un día llamaron a la puerta de mi dormitorio. Los grajos dormían tras una noche insomne así que, aprovechando su descuido, abandoné mi prisión y, blandamente, abrí la puerta. Mi hija pequeña sostenía un gato entre los brazos y sonreía.
—Es para ti, mamá.
Sin mucha convicción tomé de sus manos el animal. La sonrisa de mi hija era firme, como la mandíbula del felino.
Dentro, los grajos, aún dormitaban.