―¡Si no podas tu jazmín lo quemo!
Juan se rió de forma irónica, con esa risa que a ella antes tanto le divertía pero que ahora la sintió como una patada en el estómago.
―Te lo digo muy en serio ―volvió a corroborar―, si no podas tu jazmín, ¡lo quemo!
―¿Desde cuándo se ha convertido en mi jazmín? ―reprochó él.
El jazmín estaba en ese momento en su más alta floración, se había extendido por toda la terraza y era realmente precioso. Él lo miró y no quiso olvidar. Ella por el contrario hacia tiempo que había olvidado.
Durante todo el día estuvieron como dos sombras sin hablarse. Hacía mucho tiempo, tal vez, que esta situación venía siendo habitual.
La casa se había quedado bastante silenciosa desde que se hubieran ido los chicos, el mayor a Dusseldorf a trabajar de camarero y el otro a Dublín a un trabajo del que no habían logrado entender muy bien de que se trataba.
Los dos habían acusado la ausencia. Ana se había quedado más apagada y él como con un aire perdido y ensimismado, que a ella le provocaba una permanente angustia.
Juan recordó aquella mañana de domingo cuando fueron a comprar, al mercadillo de Cartuja, algunas cosas para decorar la casa. Habían vuelto, riendo como niños, con aquel ridículo jazmín de apenas dos ramas y un minúsculo capullo. Hacía de eso veinte años, el tiempo que se tarda en pagar la hipoteca del pisito que, por fin, desde hacía tres meses podían declarar suyo.
El jazmín fue siempre objeto de risa. Desde el primer momento lo cuidaron con los más tiernos mimos, en invierno él le fabricaba una especie de jaula de plástico para protegerlo de las heladas que bajaban de Sierra Nevada. Ella se reía de sus esfuerzos, pero luego se apresuraba a coger con mimo las primeras flores, que depositaba delante de la foto de su madre muerta, como antaño viera hacer a su abuela con los fallecidos de la familia.
Hasta los chicos se reían de sus desvelos. Sobre todos aquellos años malos en que la plantita parecía que no se recuperaría de las inclemencias de esta Granada capaz de pasar de los tórridos calores a los fríos más espantosos.
A pesar de todo había sobrevivido y ahí estaba, ocupando la baranda de la terraza, trepando por las paredes e invadiendo la única ventana del dormitorio del matrimonio.
―¿Mi jazmín? ―preguntó él―. ¿Por qué dices eso? Es nuestro jazmín, ¿lo has olvidado?
―¡Tu jazmín! ―dijo ella tajante y con un portazo dio por terminada la conversación.
Se encontró sentado en una esquina de la cama observando el dormitorio recogido, doblada la colcha con la mayor pulcritud, como a ella le gustaba. Los armarios cerrados que escondían una ropa perfectamente planchada con un ligero aroma a lavanda. Cada cosa en su sitio, un sitio para cada cosa. Apreciaba aquella forma de vivir y reconocía que los últimos años se le habían ido sin darse cuenta, como el agua cuando la viertes entre los dedos.
Miró sus manos y se las llevó a la cara. Posiblemente, se dijo, algo muy grave está pasando y como siempre soy el último en enterarte. Los chicos siempre me lo dicen, papá estás en las nubes.
Es verdad que él no necesitaba muchas cosas, su casa, esa familia que le transmitía comodidad, saber de los muchachos de vez en cuando. Sonrío, hasta habían pensado en hacerles una visita durante el verano.
De pronto, un resquicio de sol se le posó en un pie, y volvió la vista a la ventana, el jazmín la ocupaba de tal manera que apenas dejaba pasar la luz, y era una pena porque las vistas desde allí eran excelentes, de hecho, una de las cosas que les había convencido más cuando compraron la casa fue la luminosidad que tenían casi todas las habitaciones.
¿Tal vez sea eso? Tal vez Ana me está queriendo decir que el jazmín no deja entrar la luz, no puedo ser tan bruto.
Pero siguió sin moverse. Intuía que no era eso lo único que le quería decirle su mujer.
Repasó no ya su vida sino la de ella. Cuando la conoció en el pueblo estudiaba magisterio, era una chiquilla valiente e inteligente, pero una cosa llevó a otra y los sueños que se habían planteado no salieron adelante. Trabajó de docente unos años, pero luego vinieron los traslados y por no dejarle solo con los niños o llevárselos ella por los pueblos de Andalucía colgó la tiza, con pesar, porque le gustaba mucho la enseñanza y se quedó en casa. Es verdad que hacia cosas que le gustaban, sus clases de teatro, su pintura, el club de lectura del barrio, pero ¿tal vez?, y por primera vez en mucho tiempo se puso en la piel de ella, ¿tal vez?, la casa se había convertido en una cómoda jaula.
Con decisión se levantó, cogió las tijeras de podar y en breves minutos dejó el jazmín sin una sola rama. La luz de la tarde entró a raudales por la habitación dejando ver la Sierra con ese color tan especialmente rosado que le da el atardecer.
Se acercó a la ventana y escuchó sus pasos que se acercaban. Se sintió muy niño, muy cansado, quiso decirle ¿ayúdame no sé cómo resolver lo que te duele? Ana se asustó al ver su fragilidad y se conmovió.
―¿Pero qué has hecho? ―preguntó entre enfadada y expectante.
―Ya ves ―dijo él. Iniciando lo que podía considerarse un gesto de cariño de los que hacía mucho tiempo habían olvidado.
―¡El jazmín! ―exclamó ella pesarosa.
―¿Sabes? ―le dijo atreviéndose a cogerle una mano―. Aun está vivo, tal vez si lo cuidamos entre los dos, consigamos que florezca de nuevo.