Andaba yo a buen paso deseoso de reencontrarme con Violeta. Nunca habíamos estado separados tanto tiempo. Había tenido que ausentarme de la ciudad durante una semana por motivos de trabajo. Una eternidad. Había estado soñando con ella todo este tiempo. Una y otra vez recordaba con deleite su esbelta figura, su melena dorada, su boquita rosada y fresca, sus ojos soñadores, sus largas y bien torneadas piernas, la exquisitez con que se vestía. Nos veíamos todas las mañanas cuando yo me dirigía a mi trabajo y los primeros rayos de sol iluminaban su rostro. Por las tardes, cuando yo regresaba a mi hogar, ella seguía esperándome con su eterna sonrisa iluminada entonces por los focos del escaparate. Deseaba tanto estrecharla entre mis brazos que más de una vez estuve a punto de cruzar el umbral de aquella suntuosa tienda para raptarla. Nunca me atreví. Violeta era demasiada mujer para un pobre diablo como yo. Así es que aquél venturoso día andaba yo deseoso de reencontrarme con Violeta. Al doblar la esquina me paré en seco. No podía dar crédito a lo que mis ojos estaban viendo. Con paso titubeante me acerqué hasta la tienda. Las hermosas molduras que adornaban el escaparate habían sido arrancadas y en su lugar unos tubos de neón parpadeaban sin cesar, la suntuosa puerta de roble y cristal tallado había sido sustituida por otra totalmente pintada de negro. Alcé la vista hacía el rotulo y comprobé que el elegante letrero que tan bien conocía (“La sirena del S.XX”) había sido sustituido por unas descaradas y horteras letras rojas que rezaban “The Lola’s tatoo”. Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Qué habría sido de mi Violeta? Cuando llegué frente al escaparate creí morir. Allí estaba mi pobre Violeta. Un tremendo furor me subió desde el corazón hasta la cabeza. Su preciosa melena había desaparecido y en su lugar lucía un rapado coronado por una cresta rosa chicle. Su delicioso cuerpo estaba embutido en una malla negra llena de agujeros deshilachados. Sus hermosos brazos aparecían cubiertos de inverosímiles tatuajes al igual que sus tentadoras piernas. Aquellos labios que tantas veces había soñado con besar estaban atravesados por un aro al igual que su deliciosa naricilla. Aquellos ojos que antes me miraban embelesados y soñadores eran ahora una triste ranura detrás de unas inverosímiles pestañas. Toda ella rezumaba tristeza y vergüenza. Creo que ni osaba alzar la vista para mirarme. La timidez que tantas veces no me había permitido entrar en la tienda desapareció. Apretando los puños empujé la puerta y me dirigí hacía el mamarracho que con una sonrisa de lelo se encontraba detrás del mostrador. La estúpida sonrisa se le borró ante el primer puñetazo y al segundo ya rodaba por los suelos arrastrando consigo toda una vitrina llena de pircings. Entonces corrí hacia Violeta y la cogí entre mis brazos. Arranqué a correr todo lo de prisa que mis piernas me permitían. No paré hasta llegar a casa. Rápidamente me fui con ella al baño y comencé a desnudarla con manos temblorosas. Varias horas me llevó recomponer la belleza de Violeta. Después salí a comprarle un elegante camisón de seda celeste y un coqueto salto de cama a juego. Desde entonces todos los días, cuando vuelvo del trabajo, me está esperando sentada al borde de la cama. Somos muy felices.