El padre Fernando depositó la hostia consagrada en el hueco que formaban las bellas manos de Manuel, mientras Manuel – con pesar y culpa- pensaba en su mujer.
Al regresar a su sitio la observó allí en el banco: arrodillada y modesta, terca como una mula pidiendo a Dios un melón que llenara su vientre. Un varón gordo al que bautizarían en esa misma pila con el nombre de Manuel, pero al que ella, su madre, y todos los demás, llamarían Lito, como a su padre. Y si el destino lo tuviera a bien –y si no era mucho pedir- el niño estaría marcado en la frente con una mancha que lo distinguiría de los demás, para que quien lo mirara supiera, al instante, que se encontraba ante un hombre excepcional.
Sabía ya Lito que al salir de la Iglesia ella le miraría con sus ojos pintados y le apretaría con urgencia el brazo al bajar la escalinata – “Esta vez sí…”. Y más adelante, en la cafetería, ante la taza de chocolate y con los labios brillantes de aceite, comentaría algo como “esta noche podríamos… he mirado el calendario…”. Y Lito tendría que responder con una sonrisa, que para ella era una promesa, y se apresuraría a pagar fingiendo prisa; mientras, ella se pondría su abrigo de entretiempo ajustándose con suavidad el cinturón sobre el vientre.
Por eso aquel domingo tormentoso Lito se excusó en la puerta de la iglesia; debía acercarse a la frutería, no recordaba si había dejado las luces encendidas y además, tenía que mover unos tomates maduros, para que no se pudrieran. Tras un beso que apenas le rozó la mejilla, bajó aprisa las escalinatas evitando el tumulto de niños vestidos de comunión que reían engalanados bajo los paraguas.
Aunque la frutería quedaba lejos, Lito cubrió la distancia a pie e intentó protegerse de la lluvia que arreciaba buscando, con sus ojos miopes, los pocos soportales que encontró a su paso. Pero no había aguacero que pudiera mojar más el corazón del frutero.
Se cruzó con algunas clientas que lo saludaron con afecto y mientras evitaba cualquier tipo de beso o abrazo por su parte, deseó que la lluvia que caía limpiara algo más que el asfalto.
Cubrió rápido la distancia que le quedaba y mientras subía a pulmón la persiana de la frutería, se preguntó si las cosas podrían ser distintas.
Al entrar, el olor a moho de la fruta pasada le contestó. No encendió las luces para no gastar y se dirigió hacia las cajas de tomates, que, en la penumbra, semejaban un pequeño ejército de pequeños diablos coronados. Se sentó sobre unos sacos de patatas y sacó el móvil del bolsillo mojado. Consultó Facebook, el tiempo, la prensa y no sintió más que la misma y cotidiana distancia, como si incluso el propio idioma en el que se codificaban los mensajes le fuera desconocido.
Acostumbrado a sentirse un pirómano agarrado a un bidón de gasolina, bajó la persiana, se desabrochó los pantalones y mientras se acariciaba la marca de la frente, inició una sesión de incógnito en internet.
Las imágenes mostraban cuerpos blancos y pequeños, sabrosos como pipas tiernas de melón.
Lito jadeaba; las moscas masticaban los tomates. Cuando todo acabó, Manolito destrozó con sus manos hasta el último de los melones.