Lady Primavera
Cristina Garrido Moraleda

Llamó al cristal de mi ventana como se llama a una puerta, con toques tímidos, rítmicos: toc, toc, toc. Tuve la absoluta certeza de que quería entrar. Llamó de nuevo más fuerte: toc, toc, toc. Lady Primavera era puntual a su cita. Y a pesar de lo que decían todos, venía para estar conmigo. Más lluviosa y fría que otros años, vale, ¡pero venía a quedarse conmigo! Estaba radiante. Tuve que dejarla entrar.

Al verme en pijama y desaliñada se puso triste. Su voz aflautada de siempre me invitó a pasear de su mano por las calles de la ciudad y saborear un par de cervezas de las que tanto nos gustaban, de esas que te ponen en las terracitas de los bares al dulce sol que ella derrama y no calienta, pero te consuela del asqueroso invierno.

Me puse el vestido floreado que me quedaba estrecho cuando tomaba la medicación. Apenas comprimió un poco mi pecho al subir la cremallera. Fue el único que vi en el armario para la ocasión. No encontré ningunos zapatos. Ni adecuados ni no adecuados. Ningunos. ¡Qué extraño! Descalza entonces.

Me dio la mano. Intenté abrir la puerta de mi habitación. Estaba cerrada. Ella me pidió la llave, pero yo no la tenía. No podíamos abrirla. Ella se puso nerviosa. Empezó a cantar una coplilla antigua y lastimera con sonido de gramófono. Esa canción la cantaba mi madre. No me gusta que cante. Me puse nerviosa yo también. Como lo sabe, ella me dijo alterada que buscase algo para acabar de una vez por todas con tanta tontería. Teníamos que salir. En la habitación no había nada que pudiera servir para hacerlo. Una cama, el armario atornillado a la pared y la ventana con su reja.

«¿Dónde estamos?». Le pregunté asustada, agarrándola del brazo. Ella se zafó de mi mano y se limitó a reír como una loca. Me abofeteó la cara y salió por donde había venido gritándome que soy una inútil. Ahora me mira desde el jardín y está poniendo frondosos los tilos para que no pueda ver más allá del verde de sus ramas. Taparán dentro de poco mi ventana con sus hojas inmensas. Lady Primavera no me habla. Ni me canta. Sólo se carcajea lejana cuando me asomo a media tarde a mi ventana. No me perdona que siga aquí y me trague las pastillas de colores que la enfermera me invita gentilmente a tomar justo antes de la cena.

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