Pedacito de cielo
Cèline Vartan

Mi vieja llegó a Granada en el 2003. Si existía una mujer valiente, esa era ella. Si no ¿quién, sola, con ochenta años deja atrás su tierra natal, su casa, mucho de su bagaje afectivo, para lanzarse a la aventura de echarle el pulso final a la vida? Cansada de utópicas esperanzas, harta de esfuerzos vanos que nunca prosperan, de temor por su integridad física, desencantada de apostar por un futuro incierto, decidió cruzar el Atlántico siguiendo mi estela.

Adoraba esta ciudad y la conocía más que muchos. No había rincón que no hubiera descubierto en sus paseos de cada tarde, fanática de la cervecita en verano y de las cafeterías en invierno. Salir, siempre salir era su consigna; lo mismo respiraba el aire en el mirador de San Nicolás, que daba un paseo en el Circular, jugaba a las cartas con las viudas de Granada o disfrutaba, sentada en Plaza Nueva, el trasiego de los turistas. Lo poco era mucho para ella.

Vivía en la Barriada Comandante Valdés a escasos seiscientos metros del centro de la ciudad, un lugar totalmente accesible para su peregrinar cotidiano y para estar cerca de nosotros, su familia.

La vivienda era austera pero doblaba en metros a aquella que había dejado. Tenía todo lo necesario para vivir con comodidad. Su anterior dueño contaba que esas edificaciones las había promovido un sindicato allá por los sesenta. Pintadas de distintos colores conferían al enclave un toque distintivo y alegre. Plazuelas, calles y pasajes interiores con árboles y plantas en glorietas, parterres y balcones discurrían entre las casas, libres de vehículos. No faltaban mercados y comercios de todo tipo en los alrededores haciendo del abastecimiento, tarea fácil.

Todas las viviendas de la barriada eran muy luminosas y aireadas, de tres o cuatro plantas, muros muy gruesos y sin ascensores, de fachadas simples, sin decoración y de corte racionalista. El conglomerado multicultural y multiétnico de sus habitantes, daba a la barriada una característica híbrida que fluctuaba entre lo nativo y lo foráneo, la marginación y la integración, la aceptación y el recelo. Pero, con el tiempo y la voluntad común, transigente y contemporizadora, se fue tejiendo una convivencia  armónica.

Haciendo historia, cierto era lo que contó aquel hombre a mi madre. La Obra Sindical del Hogar promovió la construcción de la barriada en el pago del Zaidín, en tierras ganadas a una vega fértil y bella abrazada por los ríos Monachil y Genil. Aquel proyecto puso en pie quinientas viviendas repartidas  en cuarenta y ocho bloques, en tiempo récord; razón ésta que sobrevino en detrimento claro de la calidad de las mismas.

Sus primeros habitantes fueron migrantes que abandonaban la precariedad rural y chabolistas u ocupantes de las cuevas que, apremiados por las riadas de los montes y barrancos circundantes, se arrimaban a la ciudad. Todos ellos con un denominador común, náufragos de la guerra. Se hacinaron en barracones a la espera de los nuevos alojamientos hasta que finalmente, en medio de barrizales, sin alcantarillado, entre zanjones, con calles a oscuras, sin escuelas, sin transporte y con exiguas pertenencias; tomaron posesión allá por el 57.

Esta ocupación fue anárquica y descontrolada, olía a improvisación por todas partes al mismo ritmo que se expandía en número y en dificultades. Dificultades éstas que hicieron del barrio una zona marginal y marginada.

Muchos años tuvieron que pasar para que las condiciones de habitabilidad mejoraran y el barrio tomara el carácter que hoy tiene: efervescente, alegre, pluralista, tranquilo, vital… Y sino que se lo digan a mi madre que encontró en la barriada Comandante Valdés su “pedacito de cielo”, como ella llamaba a su modesta casa.

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