Cuando Rafaela abrió los ojos no sabía dónde estaba. Aquella habitación grande era desconocida para ella y tampoco recordaba cómo había llegado hasta allí. Se volvió y descubrió a su espalda una puerta de cristal corredera, de esas que se abren a tu paso, a veces más despacio de lo que nos gustaría, otras cuando no quieres pasar, pero ella estaba allí pegada y la puerta no se movía ante su presencia cercana. Y estaba cerrada. Miró hacia arriba buscando el sensor pero no lo encontró.
La sala, inmensa y luminosa, estaba vacía. Muchos cuadros -¿o eran fotos?- colgaban de sus paredes pintadas de un suave amarillo ocre y, empujada por una mano o fuerza invisible, comenzó a acercarse a observarlos uno a uno sin un orden premeditado.
El primero tenía un marco de madera antiguo, parecía una foto. En blanco y negro, sentada en un taburete apenas visible, estaba una niña pequeña, de ojos redondos y saltones, que miraba de frente curiosa, mientras levantaba el dedo índice de su manita izquierda, atado con una especie de lazo de gasa, enseñando su pupa. Su vestido blanco de organdí lucía bodoques en su falda que hacían juego con los de su cuello bebé.
Más allá, enmarcada en cristal, una chica joven de melena oscura giraba su cara hacia un mar mitad revoltoso, mitad obediente, que moría en la playa. Una playa de arena dorada y forma de concha que acogía, maternal, gaviotas gritonas, con sus patas negras y picos amarillos, que esperaban, ansiosas, la llegada de barcos de pesca que asomaban por el horizonte. El sol se dormía. La chica vestía un mono de pata de elefante y menudo dibujo floral en tonos caoba. Su extremada delgadez marcaba su cintura y su perfil mostraba su orgullosa nariz aguileña, un poco torcida.
El siguiente cuadro era de una niña de unos doce años. Sus ojos castaños miraban de frente; con melena corta y flequillo marcado. Un sombrero de paja cubría su pelo y su vestido era de cuadros con el talle bajo y tableada la falda. Llevaba en su mano las riendas de un caballo tordo que apenas asomaba su morro en el filo del cuadro.
Rafaela escuchó sus pasos al moverse de una pared a otra. Parecía que las fotos la llamaban y sus tacones cortos parecían repiquetear cadenciosos como en un vals vienés. Allá lejos le llamó otro lienzo, ribeteado de plástico azul. Una mujer madura la miraba a los ojos desde un primer plano, con su pelo cano cortado muy corto, a lo chico, y una sonrisa de labios muy finos y piel arrugada.
Pasó mucho tiempo, o eso creía, observó muchos cuadros, mujeres en todos, de frente, de espalda, de cerca, de lejos… Desde su lento caminar descubrió en el fondo un gran ventanal. Se acercó despacio, paseando hacia la luz y, de pronto, con un gran estrépito el cristal se rompió. Una lluvia de haces luminosos entraron por la ventana y se desparramaron a su alrededor. Rafaela se tapó los ojos con las manos y, cuando el ruido cesó y el brillo luminoso dejó de cegarla, los abrió de nuevo.
En el suelo no había cristales. El ventanal continuaba intacto. La sala seguía grande y solitaria. Pero algo llamó su atención. Se acercó deprisa al cuadro más cercano y algo desconcertante la sorprendió. Aquel no era un cuadro, no era una foto, y los otros tampoco… Mujeres no había. En aquella sala solo había… espejos. Desanduvo el camino, una leve sonrisa se instaló en su cara y, al llegar a la puerta sin ningún esfuerzo ésta se abrió.