A las nueve de la mañana, Aurelio cerró la puerta con llave, afuera el cielo opaco presagiaba una persistente fina lluvia durante todo el día. Iba de camino al cementerio, a buscar la urna con las cenizas de su mujer. Mientras conducía no dejaba de hablar consigo mismo: «Ahora estoy más solo, quedaron tantas cosas por decirte, te tuve por momentos, no pude salvarte. ¿Adónde vivís ahora que tu cuerpo ya no está? -se preguntaba- tal vez haya un punto dónde nos encontremos y te hablaré de mi tristeza como esposo fiel que se conformó con poco, con tal de que estuvieras a mi lado, sin reproches ni críticas ante tus aislamientos temporales. Alguna vez creí que sufrías alguna enfermedad mental -ahora estoy convencido-. En las reuniones tenías con los demás un atractivo saber estar entre las amistades, pero cuando llegabas a casa, y prisionera de ti, empezabas a desmadejar la noche con agudas observaciones de las debilidades y defectos de cada uno; mientras te quitabas el maquillaje y hablabas sola, ni me mirabas, mi presencia desaparecía… importaban los ojos ajenos y al rato te dejabas caer en el sofá encerrada e impenetrable en el rincón oscuro de tu mundo. Cuando nos mudamos a la casa, lo único que te aclaré, era que quería un ámbito privado: el despacho, yo me ocuparía del orden y la limpieza, nadie debía entrar en mi ausencia. No olvidaré tu mirada odiosa».
A la vuelta del cementerio, en el coche, Aurelio apoyó con cuidado la urna en el asiento de al lado, decidió que el resto de lo que le quedara por vivir todo seguiría igual; se detuvo en un bazar y compró seis frascos de cristal, llegó a su casa, abrió la urna y fraccionó las cenizas entre los seis frascos que repartió en cada uno de los dormitorios sobre las cómodas, en el salón sobre el aparador, en la salita al lado de la lámpara, en la cocina, sobre el estante de los especieros y por último en el lavadero al lado del jabón de la ropa. Su mujer estaba presente en toda la casa.
Pasado un tiempo, a la vuelta del trabajo como todos los días, Aurelio llegó a la casa, y al entrar percibió un olor penetrante, húmedo que la invadía, todo estaba en orden como la dejó; molesto por el olor, buscó en cada uno de los cuartos, el salón, la cocina -pensó que debía de ser un problema en las tuberías; le apetecía tomar un café antes de atender los asuntos pendientes. En el despacho, las persianas estaban bajas, el suelo al pisar le dio la impresión de pisar arena, encendió la luz y se encontró con los frascos abiertos y las cenizas de la mujer dispersas sobre el escritorio, los sillones y un polvillo muy fino flotando en el aire.