Yo confieso
María Alcázar

Os contaré un secreto: me tragué un botón cuando tenía cinco años. Puede parecer una confesión nimia ahora que pinto canas –poquitas porque he heredado el cabello negro inmaculado de mi padre- sin embargo, este ha sido un gran secreto que he guardado para mí, hasta hoy.

         Os pondré en antecedentes. Las mujeres de mi familia eran oráculos que, con sus predicciones, se adelantaban a los accidentes que nos amenazaban a mis hermanos y a mí en los lugares más comunes del hogar, o a la vuelta de la esquina. Mi matriarcado ya había perdido a un niño, mi tío Francisco Javier, cuando tan sólo tenía seis años, y no podía permitirse una muerte infantil más, de manera que toda su energía premonitoria se volcó en nosotros tres.

         No recuerdo si la advertencia de aquella Nochebuena de 1981 partió de mi madre María Félix, de mi abuela María, quizás de mi bisabuela Rosario, de mi tía abuela Chari, o de mis titas Isabel y Rosario… Lo que sí recuerdo es que me la fueron repitiendo cada una de ellas, según me veían darle vueltas en la boca:

         — María, sácate el botón de la boca, ¡verás cómo te lo tragues!

         Recuerdo que la pieza tenía la textura y el tamaño de un caramelo Chimo —los que más me gustaban— y, para mi mayor suerte, ¡nunca se gastaba! Lo que le faltaba  al botón para ser un caramelo de verdad, mi imaginación se lo añadió, así que recuerdo que sabía a mora.

         Aquella Nochebuena me senté feliz a la mesa aún saboreando mi caramelo, preparada para comenzar la cena navideña. El ambiente en el salón de la casa de mis abuelos era acogedor, decorado con guirnaldas navideñas y las risas de mis mayores. Por eso, no puedo decir que un sobresalto fuera la causa de que el botón-caramelo optara, de repente, por irse hacía dentro camino de mi estómago. Lo único cierto es que ¡me había tragado el botón! Me quedé petrificada, muda, con los ojos como platos, a la espera de que me ocurriera algo terrible.

         Mis mensajes corporales no levantaron sospechas en mi familia. Yo era una niña muy observadora, de modo que les tenía acostumbrados a mis silencios prolongados y a mis ojos en modo anti-parpadeo. Nunca tenía un hambre feroz, por lo que tampoco repararon en mi falta de apetito. Pero sobre todo, era una niña muy obediente, así que mi madre, abuelas y tías pensaron que hacía rato que había devuelto el botón al costurero.

         Durante horas aguardé atemorizada a que se cumpliera el presagio: “¡verás como te lo tragues!”. Temía que me sucediera un ahogamiento como el de los dibujos animados: la cara comenzaría a ponerse roja, se me hincharía como un globo, el aire saldría por mis orejas… Conforme la noche transcurría, sin mi ahogamiento, comencé a temer que se formara un tapón en mi culo, igual que les sucedía a las personas que comían cientos de higos chumbos, asunto que tan solo un médico les podía resolver. ¡Qué horror! ¡Mi  culo en pompa, a la vista de todos, por culpa del botón que no debía tener en la boca! Sin embargo, tampoco esto sucedió. Ningún mal se cernió sobre mí durante la Navidad de 1981, de modo que guardé mi secreto a buen recaudo y supe, con el tiempo, que el botón-caramelo siguió el mismo destino que el agüita amarilla de la canción de Los Toreros Muertos.

         De esta experiencia aprendí lo angustioso que es guardar determinados secretos, digamos los que nacen de la desobediencia. Así que hoy me siento liberada al confesaros que me tragué un botón, con sabor a mora.

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