La abuela Valentina era de aquellas mujeres que defendían a capa y espada cualquier argumento que creyera legítimo, independientemente de si su legitimidad y la del resto del mundo coincidían. Fue una de las personalidades notorias y famosas que firmó el manifiesto a favor del uso de mascarillas, aunque el riesgo al contagio del coronavirus dejó de ser un peligro al año de la pandemia de 2020. Decía que, independientemente de virus, así se evitaba reconocer a nadie y verlos hacer cochinadas. Ella sí que tenía una razón de peso para defender que ahora tengamos la cara tapada en lugares públicos.
Contaba la abuela que siempre le dieron un asco horrible los aeropuertos desde que, allá por el año 2017, antes de que el uso de las mascarillas fuera obligatorio -mucho antes-, presenciara el episodio más repugnante que había visto jamás.
Relataba a todo aquel que se interesara lo más mínimo por esa historia, que en mayo de ese año, a punto de coger un avión en el aeropuerto de Barajas para recibir uno de sus primeros reconocimientos internacionales como joven promesa del violín en Varsovia, se sentó a esperar junto a la puerta de embarque y descubrió, sentado también frente a ella, al prestigioso violinista polaco Rahel Kostka mirando su móvil. Entonces era habitual volar entre ciudades y se permitía a los viajeros compartir salas de espera atiborradas de cómodas sillas sin tener en cuenta la distancia social de seguridad.
Tardó un par de minutos en valorar la posibilidad de acercarse a él y pedirle humildemente un selfi. A la par que se levantaba y apretaba amorosa el estuche con su violín al pecho para impedir que un inquieto corazón se escapara por entre los botones de su camisa, justo a la par de ese movimiento, contaba, el hombre se metió el dedo índice de la mano derecha en el agujero de la nariz, hurgó a conciencia, arrastró lo que debía ser un moco bastante contundente, viscoso, y lo pegó a continuación debajo de su asiento, sin dejar de mirar abstraído lo que quiera que estuviese viendo en el móvil. Si me permiten una pequeña confesión, en su casa también era obligatorio el uso de mascarillas y en su testamento especifica que la entierren con un buen puñado de ellas.