Imagino que cuando todos se enteren de lo que he hecho se llevarán las manos a la cabeza y se preguntarán ¿por qué? Mis familiares y amigos más cercanos llorarán mi perdida, puede que incluso algunos lleguen a sentirse culpables por mi acto. Se darán golpes en el pecho movidos por su falta, mientras sin dar crédito a lo sucedido se autoinculpan por no haberse dado cuenta de mi desesperación a tiempo e intentar convencerme de que no lo hiciese.
Caigo. El aire azota mis mofletes. Es solo suposición, porque no soy capaz de sentirlo, pero es una sensación agradable. Para no mentir pensé que iba a ser bastante peor de lo que está siendo.
Todos dudarán si lo he hecho por necesitar dinero, por falta de autoestima, porque últimamente estaba bastante deprimida o por deudas tanto de juego como de honor. Nunca sabrán la verdadera razón.
¡Anda, mira! Es cierto eso que dicen, que cuando se aproxima tu muerte, pasa ante ti tu vida como si fuese una película… ¡Oohh!! ¡Qué tierno! Qué bonito recuerdo. Ahora veo a mi madre cuando me preparaba el baño con sales de bicarbonato y un buen chorrito de vinagre para que brillase bien. Mi madre siempre me ha cuidado. Recuerdo, cuando era pequeña, que no dejaba que saliese a la calle a jugar por miedo a que me secuestrasen y me fundiesen. Por eso mi infancia la pasé acompañada por la única amiga que me ha durado en la vida, la soledad. Incluso hasta en estos momentos, viene conmigo, porque en el alfeizar de la ventana de la última planta de Torre Espacio hace unos segundos antes de saltar al vacío, solo estamos ella y yo. Estoy cansada de vivir. Si a lo que he hecho se le puede llamar vida. Hasta mis hermanos, que eran de carne y hueso, –por lo que la teoría de mi padre, de que mi piel se debía a que él había trabajado durante diez años en la mina Saucito de México extrayendo plata, se caía como un castillo de naipes mal colocados–, se burlaban de mí, asegurando que nunca llegaría a conseguir nada, estaba condenada a quedar siempre en segundo lugar. Eran tan inhumanos conmigo que me utilizaban como cable conductor cuando se rompía el generador de casa. Jamás he podido saber lo que se siente al notar una caricia. Nunca he podido saborear un beso, ni que se me erice la piel al sentir el contacto de la persona amada, entre otras cosas porque nadie me ha amado, ¿quién se va a enamorar de una mujer de plata? ¡Uf! Este recuerdo también es bonito, qué bien me lo pasaba haciendo de mujer-estatua en el parque del Retiro. La que hacía con mayor frecuencia era el hombre de hojalata de «Alicia en el País de la Maravillas», no es que me gustase mucho bajar de categoría, pero me resultaba la más fácil gracias a mi piel. Hubo quien me preguntó cómo había conseguido que pareciese, más que de hojalata, de auténtica plata. Yo me encogía de hombros, simulaba no saber la respuesta, y siempre acompañaba al gesto con una pícara sonrisa. Tenía bastante éxito y las ganancias fueron una ayuda importante para pagarme mis estudios de Derecho. Todo iba bien hasta que decidí prepararme esa maldita oposición. Lo hice pensando que iba a ser lo mejor y lo único que conseguí fue enterrarme en vida entre informes, carpetas, expedientes y legajos. «¡Dios! Tengo que pensar deprisa que el suelo se acerca muy rápido» –me digo–. La gente de carne y hueso quiere ser enterrada en un panteón junto a su marido o incinerada y que sus cenizas sean esparcidas por un lugar simbólico para ellas. Yo en la carta de despedida he dejado claro que quiero ser el armazón principal de la lámpara del salón del trono del Palacio Real. He leído en el periódico que la van a cambiar en breve. Es mi sueño desde pequeña. Ese ha sido el empujón que necesitaba para hacerlo, de modo que por fin me he armado de valor y he puesto fin a mi sufrimiento, voy a cumplir mi sueño de dejar de ser «la niña de plata», como todo el mundo me conoce aunque paso de los treinta. Cómo odio ese nombre, siempre me ha parecido que anunciaban a una cantaora de flamenco. Esto ya está terminando…, ya falta muy poco…, estoy llegando…, 3, 2, 1… ¡se acabó!