La vida bajo tierra
Elvira Martínez de Tejada Cañizares

Se quitó la rebeca, la dejó colgada en la silla del jardín y se inclinó para agarrar la regadera por el asa. Con pasos torpes se dirigió hacia el invernadero, abrió la puerta y alzó la tapadera del compostador. Durante unos instantes se quedó observando las purpúreas lombrices que se retorcían entre restos de vegetales y fruta. Cogió un puñado de humus, lo vertió sobre la tierra de las jardineras y las empapó de agua.

 La anciana salió de la casa, se asomó a la barandilla del porche y pasó la palma de sus manos por el delantal blanco que cubría su vestido.  Retiró algunas hojas secas de las macetas que decoraban la baranda y se sentó en la mecedora para hacer su labor de punto. Los molinillos de viento que, hincados en la tierra decoraban los tiestos, comenzaron a girar con esfuerzo.

Los cristales del invernadero estaban sucios y empañados. El anciano retiró una tela de araña que se había anclado a una de las ventanas, pasó la mano por el cristal para limpiar su superficie y acercó el rostro. Alzó la vista y miró al cielo, de un denso color plomizo. Imprimió a sus pasos un ritmo más enérgico y salió del recinto acristalado con la mirada puesta en el techado devastado del granero.

Los molinillos de viento giraban ya sin cesar, convertidos en perfectas esferas de color rojo. La anciana levantó la cabeza, retiró con la mano parte del cabello que le cubría los ojos y, con prisa,  metió las agujas hincadas en el ovillo de lana dentro de una cesta de mimbre. El anciano subió la escalera de madera con la respiración agitada, miró a la mujer con rostro preocupado, la cogió de la mano y se metieron en la casa.

La arena y el matorral se alzaron sobre la tierra arremolinados en forma de bucle. Los postigos de las ventanas se abrían y cerraban agitados por los azotes del viento, los cristales temblaban y el aire cimbreaba por los huecos que dejaban las vigas arrambladas en el suelo. Cuando volvieron a salir, él llevaba consigo una manta y, ella, con lágrimas en los ojos, acurrucaba entre sus brazos a una perrita que no cesaba de ladrar.

El anciano abrió una portezuela ubicada en la base de la casa y dejó que la mujer descendiera por unas escaleras que nacían a pocos centímetros bajo el suelo. Volvió a mirar al cielo, de un apocalíptico color verdoso, respiró hondo con gesto apesadumbrado, cerró la portezuela, y desapareció.

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