No me percaté de su presencia hasta que vino a sentarse justo delante de mí. Las luces del cine ya se habían apagado y comenzaba a sonar la impresionante música de Mahler. Como no estaba dispuesto a que su abundante cabellera se interpusiera en la contemplación de las magníficas imágenes que comenzaban a aparecer en la pantalla, me corrí un asiento y me dispuse a sumergirme en la desasosegante historia de Aschenbach. Ya había visto “Muerte en Venecia” en el momento de su estreno pero acudí raudo a este viejo y decadente cine de las afueras de la ciudad cuando me enteré de su reposición. Pasé las más de dos horas que dura la película sumergido en el conmovedor relato de Thomas Mann trasladado al cine de forma magistral por Visconti. Cuando se acercaba la escena final en la que Aschenbach fallece grotescamente ataviado en la tumbona de la playa del Lido, mientras el bello Tadzio se adentra en el mar y el adagietto de la quinta sinfonía de Mahler se fusiona de forma conmovedora con las imágenes, una sombra cruzó por delante de mí. La chica de la abundante cabellera se había levantado. No le presté mayor atención. Las últimas notas sonaron subrayando de forma magistral las imágenes.
Las luces del cine se encendieron y los pocos espectadores que éramos permanecimos por unos instantes en nuestros asientos incapaces de volver a la realidad después de tan soberbio espectáculo. Fue entonces cuando reparé en ella. No había salido de la sala. Se encontraba apoyada contra una de las paredes laterales, en un rincón desde el que era imposible ver las imágenes. Por un instante me deleité en la contemplación de su esbelta figura enfundada en un mono de un azul intenso y en aquella hermosa cabellera, rubia y ondulada, que se desparramaba por sus hombros. Estaba llorando. Gruesas lágrimas silenciosas corrían por sus mejillas. Se estremeció como si saliera de un sueño cuando se dio cuenta de que los primeros espectadores comenzaban a abandonar la sala. Se pasó el dorso de la mano por las mejillas y con paso lento embocó la salida. Cuando, a mi vez, salí del cine la volví a ver. Estaba en un extremo del espacioso hall mirando la calle. Las luces de las anticuadas lámparas del cine sacaban destellos dorados a sus cabellos. Era realmente atractiva y muy joven. De repente echó a andar. Llevaba la misma dirección que yo debía tomar para regresar a casa. Sin apenas darme cuenta amoldé mis pasos a los de ella admirando el suave balanceo de sus caderas. Nos fuimos acercando al paseo marítimo. La brisa alborotaba su melena y pegaba la seda del mono azul a su cuerpo lo que me permitía admirar cada una de sus suaves curvas. Recorrimos todo el paseo hasta donde se alzan unas antiguas mansiones fruto de mejores épocas vividas en la ciudad. Al llegar a la última de estas casas cruzó la calzada y entró en ella. Era una enorme mansión de dos plantas pintada de blanco con un porche sostenido por cuatro esbeltas columnas. Grandes ventanales se abrían en la planta inferior permitiendo atisbar algo del interior. La planta superior estaba recorrida por una ristra de ventanas algo más pequeñas que tenían los visillos corridos. Rodeando la casa un seto bajo de arizónicas y por delante del seto una extensión de césped perfectamente cuidado.
Me senté en un banco de la acera situado justo enfrente de la casa. A mis espaldas la solitaria playa y el rumor del mar. Se respiraba una gran paz. Los últimos rayos de sol iluminaban la fachada que lucía en todo su esplendor. Al poco de entrar la joven en la casa uno de los ventanales se iluminó con el tenue resplandor de una lámpara y comenzaron a escaparse a través de ella las notas del célebre adagietto. Una especie de magia se apoderó de mí. Cerré los ojos y me dejé llevar por ensueños eróticos, ensueños que no he tenido desde hace largos años. Cuando las notas cesaron abrí los ojos. La luz se había apagado y el silencio reinaba en la casa. El sol se había ya ocultado en el horizonte y las primeras estrellas brillaban en el cielo. Todavía permanecí sentado algún tiempo. No sé qué esperaba pero no podía moverme de allí. Largo rato después me levanté dispuesto a regresar a casa. Con paso lento, aspirando con placer el aire marino, me fui alejando del lugar. Me sentía joven aunque ni mucho menos lo soy. Hace ya tiempo que me jubilé y mi vida ha caído en una triste rutina de la que soy incapaz de salir. Desde que Marta murió he entrado en una especie de parada biológica. Suelo reprocharme con frecuencia mi estado vegetativo. No tengo hijos. Vivo cómodamente con mi pensión y mis ahorros pero carezco de ilusiones. Parece que todo está ya hecho, que todo está ya vivido y siento que estoy recorriendo como un fantasma el corto trecho que me queda del camino que conduce hacía la muerte.
A la mañana siguiente, al despertar, lo primero que me vino a la mente fue lo acontecido la tarde anterior. Traté de alejarlo de mis pensamientos mientras desayunaba y me aseaba pero cuando me dispuse a dar mi habitual paseo matinal mis pasos me condujeron irremediablemente hacía el paseo marítimo e incluso se aceleraron para llegar cuanto antes a aquella casa. Me sentía ridículo y a su vez eufórico. Anduve tan aprisa que mi viejo corazón latía desbocado cuando llegué a mi objetivo y más que sentarme me desplomé en el banco. Cuando recuperé un poco el aliento y dirigí la mirada hacía las ventanas atisbe por una de ellas a una regordeta doncella ataviada con un uniforme azul y un inmaculado delantal blanco que estaba haciendo una cama. Inmediatamente se me ocurrió que aquella sería la cama donde habría dormido la joven y el corazón se me volvió a alocar. Me dije que aquello era ridículo y que iba a irme inmediatamente de allí pero en ese instante apareció ella en el umbral de la puerta. Con paso elástico cruzó el jardín, abrió la cancela y pasó por delante de mí dejando en el aire un suave aroma que actuó como un reclamo. No pude resistirme y me levanté aspirando con fruición ese suave olor. La joven cruzó la calzada y bajó los cuatro escalones que conducen a la playa. Se descalzó y avanzó hacía la orilla iniciando un lento paseo con las sandalias en la mano. Llevaba un pequeño short y un amplio blusón blanco de una tenue tela que ondeaba alrededor de su cuerpo. Yo también me descalcé y me arremangué los pantalones dispuesto a seguirla para admirar, para absorber el espectáculo que me ofrecía aquel cuerpo pero a una distancia lo suficientemente prudente como para que no reparara en mí.
A medida que nos acercábamos al faro que remata la extensa playa la arena se veía más y más concurrida por gente dispuesta a disfrutar de un baño. Se me hacía difícil atisbarla entre los alegres bañistas y llegó un momento en que la perdí de vista. Entonces me desplomé en la arena sudoroso y cansado. Algunos bañistas me miraban algo extrañados pues mi atuendo no era nada adecuado para estar en la playa. Me sentí una vez más ridículo. Tras quitarme la americana, aflojarme la corbata y pasarme un pañuelo por la cara me levanté lo más dignamente que pude e inicié el camino de regreso a casa. Cuando llegué lo primero que hice fue darme una ducha y luego algo más relajado me desplomé en mi butaca. Estaba avergonzado con mi conducta ¿Sería posible que Aschenbach, enamorado perdidamente de un adolescente, se hubiera introducido en mí? ¿Qué hacía yo con mis setenta años a cuestas siguiendo a una jovencita atento al movimiento de sus caderas, al moldeado de sus piernas? Mientras me hacía estas reflexiones me di cuenta de que apenas la había visto de frente e inmediatamente me asaltó un ansia infinita por conocer la forma de sus pechos, la línea de su boca, el color de sus ojos. Me levanté indignado conmigo mismo. Afortunadamente era ya la hora de comer y bajé al restaurante de la esquina como tengo por costumbre desde que me falta mi mujer. Pasé la tarde leyendo y escuchando música y casi conseguí olvidar lo acontecido.
Durante dos o tres días logré rechazar lo que pugnaba por asomar desde lo más profundo de mi ser. Sin embargo al cuarto día volvía a encontrarme sentado en el banco esperando ansioso su aparición. Trataba de convencerme de que no hacía nada malo, que al fin y al cabo era como el que va una y otra vez a un museo a admirar un cuadro que le subyuga. No era cierto. Cada vez sentía con más fuerza un deseo enorme de tocarla, de pasar mis dedos por aquella melena. Tan solo eso. Tampoco era cierto. La deseaba con todas mis fuerzas y sufría enormemente por tener que conformarme con seguirla. Y así un día y otro. Tan solo vivía esperando el momento en el que ella salía de casa para seguirla. Desarrollé las artes más osadas y estrafalarias para que no se diera cuenta de mi acoso. Por fin, ayer, se presentó la ansiada forma de establecer un contacto que no era nada sospechoso. Mientras recorríamos la playa como todas las mañanas me di cuenta de que a mi bella se le habían caído las llaves que solía meter en el bolsillo trasero de su minúsculo pantalón ¡Era la ocasión! Corrí todo lo de prisa que pude hasta recoger el llavero y seguí corriendo hasta aproximarme a ella. Casi sin aliento la alcancé y alargué la mano dispuesto a posarla sobre su hombro. Ahora lo recuerdo como a cámara lenta. Me veo como un náufrago alcanzando una isla paradisiaca. Me veo con una sonrisa resplandeciente alzando el brazo y veo en el extremo de ese brazo mi mano temblorosa acercándose al hombro adorado ansiosa por rozarlo. Fue en ese preciso instante cuando una punzada terrible atravesó mi pecho. Me desplomé sobre la arena como un pelele. Todavía pude entrever como mi bella se alejaba ajena a lo que acontecía a sus espaldas. Después la nada, la oscuridad.
Y hete aquí que ahora me encuentro en la cama del hospital temiendo morir y no volverla a ver y temiendo vivir y verla de nuevo.