Aprestaba la mudanza, cuando Graciela la encontró, trasteando, dentro de una maleta vieja en un rincón del sótano. El corazón se le agitó como aquel lejano día en que llegó a sus manos.
La escuela era un revuelo, grandes y chicos estaban atentos a la llegada de la señora. Bajó de un coche negro muy lustroso, rubia como un sol y sonriendo al corro de personas que se le arremolinaban. Los niños la tocaban, les parecía mentira que tuvieran a su alcance a aquella heroína de los libros escolares. Graciela no dejaba de mirarla, era más linda que su maestra, a la que adoraba.
Un par de horas se prolongó la fiesta. Tras rendir homenaje a los símbolos patrios como era costumbre se sirvió la copa de leche y en el salón de actos, Evita repartió los regalos en medio del alboroto.
Desbocadamente, Graciela se acercó a recibir el suyo. La caja era muy grande y ella muy pequeñina para sus seis años. Ansiosa la sostenía sobre sus rodillas sin atinar a abrirla, pero cuando lo consiguió desplegó el fino papel blanco que la cubría y entonces, la vio. Abrazó a la muñeca con fuerza y tras dedicarle su mejor sonrisa mellada, la mostró orgullosa a sus compañeros, bautizándola en el acto.
Betty, la llamó. Tenía el vestido rojo con diminutos lunares blancos y un sombrerito de paja sostenido por dos cintas azules, entornaba los ojos y hasta era capaz de caminar. Con seguridad no había visto nada más hermoso.
Graciela tuvo que sentarse sobre una banqueta vieja, como si no pudiera sostenerse por el peso de la nostalgia. Miraba a Betty, ya no lucía bien, pero se alegró de tenerla. El pelo, estropajoso de tantos peinados, sus ojos azules dislocados, las manchas del tiempo y la cabeza partida por un accidente doméstico, no le habían quitado belleza a su recuerdo. Si no hubiera sido por la mudanza, nunca la hubiera rescatado. Olía a humedad, le faltaba el zapato perdido en el parque y dos deditos de la mano que le mordió su hermano. Al voltearla para reconocerla, bajo la camisetita sucia encontró algo en lo que nunca había reparado: un sello.
Sintió curiosidad. No lo veía bien, los años habían mermado su vista. Entonces subió a su escritorio y allí, con la luz del flexo y una lupa, lo observó con detenimiento. Al sello, enmohecido, le faltaba una esquina. Sobre un fondo granate desvaído, sobreimpresos, se distinguían: en el centro, una bandera argentina ondeando verticalmente, a su izquierda el rostro de perfil de Perón y a su derecha de medio perfil, Evita con su amplia sonrisa. Entre los detalles del borde dentado y demás líneas, quese adivinaban blancas, al pie se podía leer: “Obsequio a nuestros queridos descamisaditos”.
Se quedó pensando. Aquel papelito viejo estaba cargado de historia, la suya propia y la de un retazo de su Argentina. Reconocía que el juguete que tenía en sus manos había sido un símbolo ideológico tangible, un regalo con cola, dirigido certeramente a aquellas almas blancas supuestas destinatarias de un proyecto político bien pergeñado, un arma propagandística que la defensora de los humildes – como a la señora le gustaba que la llamaran- blandió para ganarse el cariño popular, un mensaje de futuro y esperanza que enmascarabafines menos benevolentes…
Pero a Graciela poco le importaba eso. La preciosa Betty había sido su primer regalo valioso, inalcanzable para una familia pobre. Fue una compañera fiel, capaz de soportar en silencio el vaivén de sus antojos, cómplice en las mentiras, paño de lágrimas cuando la trastada era gorda y fuente inagotable de fantasías. Cómo podía olvidar que su mundo se había colmado de felicidad aquel glorioso día. Cómo olvidar que Evita había sido su hada madrina. La abrazó con todas sus fuerzas como entonces. La llevaría al doctor Roldán, el de las muñecas, allá en la calle Ayacucho. Él la pondría buena, no quería perderla.