Un viaje particular
Felisa Rivas

Formaba parte de Andalucía, aunque en el mapa solo aparecía como un punto microscópico. No estaba en ninguna vía importante de comunicación y, milagrosamente, se mantenía en pie gracias a las aportaciones de la asociación ”Amigos de los Castillos.”

 Hace un año que yo formaba parte de esa asociación, la cual descubrí en internet, rastreando los ancestros de mis abuelos.

 Mi abuela Estrella, siempre hablaba del lugar donde pasó su infancia y que abandonó a la edad de quince años, cuando sus padres se vieron forzados a salir de allí, pues el lugar estaba destinado, como tantos otros, a ocupar el fondo de un pantano previsto por las autoridades del momento. La población tuvo que emigrar a otro lugar. Mi abuela hacía tres años que ya no estaba y retomé la promesa que le realicé en vida: visitar sus raíces.

 Por carreteras secundarias con muchas curvas, unos cuantos baches y poco transitadas, apenas me crucé con gentes que no fueran los habitantes del lugar, llegué al ayuntamiento de un pueblo de colonización. Allí, me informaron del horario de visitas y tuve que esperar un tiempo, hasta la hora de salida del tren turístico. Me dio tiempo a dar un paseo por la plaza del lugar, observar a sus habitantes anclados en el pasado y las últimas reformas de la plazoleta principal, reclamo de turistas curiosos.

 Las mujeres mayores, en las puertas de sus casas hablaban entre sí, como me contaba mi abuela. Un cartel informativo representaba cómo debió de ser la Torre Vigía, reconstruida digitalmente, en su época de mayor esplendor y, allí, iban dirigidos mis planes.

 El trenecito por fin arrancó y en su trote, más lento que el andar, despegamos en dirección al lugar. El camino de tierra y con algún que otro precipicio a ambos lados, nos llevó a los cinco turistas que aquel día tuvimos la originalidad de ir allí, al lugar donde se levanta la torre, de gran importancia en tiempos pasados.

 El olor a jara y romero envolvía el lugar. Algún que otro lagarto se cruzó lentamente por la carretera y en una de las curvas un conejo parado en medio del camino nos miró desafiante. Todos sacamos el móvil para no perdernos la ocasión de recordarlo en familia. Las palabras de mi abuela llegaron a mi memoria: “Niña, en aquellos tiempos nos entreteníamos inventando historias a la luz de las candelas o cuando íbamos al campo a trabajar. Era la forma de escapar a la rutina diaria. Nos retábamos unos a otros, sumando retazos a la historia elegida al azar.”

  Absorta en mis pensamientos, no escuche la voz de la guía que nos pedía el tique y empezaba con su exposición. Me reí al escucharla, pues su relato apenas se diferenciaba  de la escasa información que yo obtuve a través de la asociación.

 El pantano estuvo poco tiempo en uso, pues las lluvias eran cada vez más escasas y, con esto del turismo rural, el pueblo optó por darle una utilidad lucrativa al lugar, edificando canchas de diferentes deportes y pista de atletismo, como reclamo turístico.

 Al llegar a la cima de la colina, la Torre Vigía de unos cuatro metros de altura y tres de ancho, aún trasmitía señales de otras épocas. Se accedía por una escalera interior toda de piedra, a la parte superior a un patio donde apenas unas cuantas personas podían estar a la vez.

 Las vistas eran preciosas: una llanura de olivos y zonas de siembra, se extendían hasta los mismos bordes de la colina donde estábamos, la más elevada del lugar. En otros tiempos fue importante en la vigía de la zona como defensa, frente a posibles ataques enemigos. El sol perpendicular abrasaba mi cuerpo, pero no me importaba; la alegría que el lugar me ofrecía, superaba todas las posibles dificultades. Trataba de imaginar cómo sería la vida de mi abuela en los años de hambre y penuria en que vivió. Aunque ella, según me contó, nunca pasó penalidades, pues en la familia todos disponían de un trozo de tierra donde poder alimentarse, aunque no diera para lujos. Con los sacrificios de todos ellos, fueron capaces de sacar a sus hijos ofreciéndoles una vida mejor.

 Ya de vuelta en el coche, pensaba en el valor que yo le daba a las cosas en comparación a los de generaciones pasadas, y llegué a la conclusión de que tenía que aprender mucho de ellas. Más sabias y en equilibrio con la naturaleza.

 Paré el coche en un bar de la ruta y, mientras me tomaba un café, escribí en un cuaderno las impresiones del día.

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