El hedor a orines y alcohol me golpeó el olfato hasta provocarme náuseas. Deshice el nudo del pañuelo que rodeaba mi cuello y tiré de él para cubrirme la nariz. Con la otra mano, agarré el mango de la maleta y apresuré el paso para recorrer cuanto antes el estrecho callejón que habría de llevarme hasta el conventillo. Tragué saliva para aflojar la opresión que sentía en la garganta desde que marché de mi tierra, en busca de una esperanza que hacía largo tiempo me había abandonado para dejar tras de sí un insoportable vacío. No conocía nada de aquel país y estaba sola, completamente sola.
Conforme sumaba pasos, la velocidad del aire cobraba fuerza e intenté emplear la poca que a mí me quedaba para contrarrestar su vigor, pero el peso del equipaje me obligó a hacer otra parada y reparé en las plomizas nubes que recorrían el cielo augurando tormenta. Con prisa, metí la mano en el bolsillo del abrigo, saqué el papelito en el que había anotado la dirección y volví a coger la maleta, con los arrestos que se requieren para espantar el sufrimiento.
***
Parecía que había pasado un mes de mi llegada a Argentina, pero apenas llevaba diez días conviviendo con las gentes de aquel conventillo. Doña Catalina, mi compañera de cuarto, me atendió desde el primer momento como si de su hija se tratara. Era una viuda cincuentona, de grandes pechos y gruesas caderas, que meneaba con cierta frescura cada vez que se sabía observada por don Santino, un italiano bohemio con aires de artista que había inmigrado a Argentina para, según él, triunfar como comediante. Tanto era así que los días de fiesta don Santino, con ayuda de la tropa de chiquillos de Cándido y Esther, representaba en el patio un sainete con el ánimo de aliviar las innumerables penurias que, día tras día, nos recordaban el ínfimo lugar que ocupábamos en el mundo.
El trascurrir de las horas me ayudaba a olvidar mi desdicha y ya no me sabía única en aquella realidad que, para bien o para mal, compartía con tan particulares inquilinos. Por fortuna, en tan solo un par de días conseguí trabajo como tejedora de redes de pesca, gracias a la recomendación que de mí hizo Juan León -un estibador francés que ocupaba el cuarto de la esquina del segundo piso-. La mañana que me inicié en tan afanosa labor, recibí el amanecer envuelta en bruma de la playa, con los dedos enredados en hilos y la espalda apoyada contra el esqueleto de una barca varada en la orilla. La tarea no fue tan ardua cómo creí en un principio porque pronto me hice con las lazadas y, para eso de mediodía, pude regresar al conventillo con la grata sensación del deber cumplido.
Nada más atravesar el portón me encontré a Esther sentada en una silla de enea. A su lado había colocado el calentador a alcohol y, sobre el mismo, reposaba una olla por la que asomaba el burbujeo de un caldo. El aroma a papas, zanahorias, puerros y mandiocas hervidas, enmascaraba la cargada atmósfera que emanaba de los cuartos y respiré hondo para disfrutar de tan reconfortante efluvio. Me acerqué a conversar con ella, pero Esther parecía no escuchar mis pasos porque mantenía los ojos fijos en el borbotear de la sopa. Entonces incliné la espalda con el propósito de que nuestras miradas se cruzaran y descubrí que lloraba. Sin pensarlo le cogí la mano y durante unos instantes reparé en las heridas que había provocado el tensado de los hilos en mis dedos; pero de inmediato mi pensamiento retornó hasta Esther, quien me confesó que el pequeño Miguelín había enfermado.
Desvié la vista hacia su cuartillo, ubicado a ras del patio, y corrí la andrajosa cortina que, a falta de una puerta, pretendía simular intimidad. Miguelín, acurrucado en su camastro, dormitaba junto a un joven que sujetaba un trapo contra las ardientes mejillas del pequeño. El seductor rostro de aquel desconocido me desconcertó tanto, que me sorprendí a mí misma examinándolo como si fuera el único ser que ocupara aquel habitáculo. La irrupción de Esther en el cuarto llevando un cuenco entre las manos, me obligó a salir del confuso estado en el que me había sumido y al momento el joven se levantó para cederle su puesto. Esther, con sumo cuidado, alzó la cabecita de Miguelín para darle a beber un poco de sopa, pero el chiquillo tan solo logró dar una par de sorbos y ella dejó el cuenco sobre la mesita, al tiempo que murmuraba una plegaria desconocida para mí. El joven se sumó a la oración y, cuando terminaron, Esther me presentó a Ashir, quien resultó ser un compatriota judío conocido por su capacidad para elaborar remedios medicinales, con los que combatir las desgracias que amenazan a quienes habitábamos aquellas coloridas estructuras de madera y chapa.
Para media tarde, la preocupación por el estado de salud del chiquillo había llegado a todos los cuartillos y el vecindario al completo se reunió en el patio dispuesto a acompañar a Esther y a Cándido en aquel infortunio. La incertidumbre mermó tanto nuestro ánimo, que incluso ocupar la letrina no generó ningún conflicto. Don Santino se afanó en procurar distracción a los cuatro hermanos de Miguelín y los disfrazó con las prendas que Cándida guardaba en su viejo arcón oxidado. Los niños, ajenos a nuestros rostros circunspectos, correteaban por el patio mientras el italiano recitaba uno de sus sainetes. Doña Catalina lo observaba desde lejos y en más de una ocasión la descubrí dedicando coquetas muecas a su artista. Juan Pedro, carboncillo en mano, plasmaba aquellas escenas en su ajada libreta para aligerar el amargor de la espera y, entre trazado y trazado, el crepúsculo nos alcanzó con sus tonalidades más fúnebres. Intenté combatir la zozobra que, como un tupido telón, se desplomaba sobre nuestro patio y me entretuve en localizar la estrella que cada atardecer refulgía en el cielo. En ese momento la cortina del cuartillo se corrió y vimos salir a Ashir con Miguelito entre sus brazos. Cándido y Esther iban tras ellos. Lloraban. Los chiquillos, que se intercambiaban incansables sus estrafalarias vestimentas, corrieron al ver a su hermano. La fiebre se había marchado y con ella también lo hicieron los malos presagios, que hasta ese momento habían vagado libres e impúdicos por el conventillo. La noche se vistió de fiesta y doña Catalina sacó las pocas viandas que teníamos para celebrar la continuidad de la vida. Cuando las dejó sobre el tablón dispuesto a modo de mesa, Don Santino la estrechó entre sus brazos y le plasmó un sonoro beso en los labios, al que ella no puso reparo. Entretanto, Juan Pedro perseguía a los niños por el patio, mientras que Esther y Cándido distribuían el puchero en pequeñas latas, procurando que las raciones alcanzaran para todos. Ashir se acercó hasta mí para ofrecerme una y acepté agradecida. Entonces lo miré a los ojos y, sin esperarlo, reí. El sonido de mi risa me pareció nuevo, lo había olvidado y, como si de una representación teatral se tratara, contemplé a los personajes de aquella obra con la idea de que, quizá, en aquella familia impuesta, había encontrado mi propia cura.
Precioso relato sobre la vida.