Eva ya no come manzanas
Cristina Garrido Moraleda

¿Quién se lo podía imaginar? Nadie. Ni siquiera Eva, que agotada por la oficina, lavadoras, actividades extraescolares, comidas, revisiones médicas y demás tonterías maternales, estiraba sus horas hasta las tantas antes de caer rendida en la cama con una manzana en el estómago como única cena. Ella era la última después de recoger la cocina y la ropa del tendedero y preparar las mochilas de los niños para el día siguiente. A esas horas, solo una manzana sin pelar ―pero bien lavada― y devorada a mordiscos porque tenía más sueño que hambre. Nunca supo cómo se le acumulaban los kilos en el culo si comía a salto de mata. Picoteaba demasiado entre horas, se repetía. Le repetían.

Tal vez, si entonces se hubiese parado a mirar alrededor, podría haber visto la distancia infinita que la separaba de él en su minúsculo paraíso casero. Podría haber reconocido esa sensación de soledad incontable a su lado en la casa, en la cama, en el patio rodeados de gente. Pero confundió el agujero que se le agarraba a la boca del estómago con el cansancio del día a día. Vendrán tiempos mejores cuando los niños crezcan, se repetía. Le repetían.

¿Quién hubiese podido imaginar algo semejante esa mañana de domingo?

Desde luego, ella no. Los hijos de campamento y el paraíso conyugal perfecto para los dos solos, como antaño. Y que él le zampara al arrimarse solícita a su entrepierna: «Déjalo, Eva. Ya no te quiero, déjalo». No lo vio venir ni ella, ni ninguno de los que admiraban y envidiaban ―a partes iguales―, ese paraíso de cartón piedra con jardín, piscina y dos criaturitas encantadoras que sabían hasta tocar el piano. Ninguno.

«Pero Eva, hija, ¿cómo que tu marido te ha dejado? ¿Pero qué le has hecho?», dijo incrédula su madre cuando le dio la noticia. ¿Qué le he hecho?, se repetía después de mandar a la cama a los niños, justo antes de sentarse tranquilamente a cenar sola arrullada por la radio para dejar de hacerse preguntas. Aquella noche guardaba un resto de la jugosa tortilla de patatas que había sido incapaz de terminar cuando empezó a contonearse frente a la puerta del frigorífico. Y allí, sin más, cayó en la cuenta de que, desde que había llegado a ese terrenal piso de alquiler, no había vuelto a comer manzanas. Don’t stop me now, se repetía. Le repetía la radio.

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