El mejor teatro de títeres era el de Teo, por eso todos los niños querían ir a su casa a jugar. Sus marionetas eran preciosas, sobre todo dos de ellas, las únicas de porcelana: la de Pandora y la de Epimeteo. La dama era bellísima: llevaba un vestido victoriano de terciopelo rojo que combinaba con sus tirabuzones dorados, adornados por un lacito. El caballero tenía los ojos y el pelo tan oscuros como la noche y vestía un trajecito muy elegante de arlequín estampado con rombos negros y blancos.
Solo los niños conocen el secreto de que los muñecos cobran vida cuando nadie los ve. Aquella noche y como tantas otras, en la habitación de los juguetes, Pandora y Epimeteo empezaron a bailar bajo la luz de la luna su vals del Danubio Azul, el mismo que mostraban a Teo y sus amigos durante el día.
—Amor mío —dijo Pandora—, ¿qué te parece si cambiamos el baile?
—¿Cambiar el baile, princesa? —se extrañó Epimeteo—. Yo estoy bien así.
—Que no, querido. Siempre nos toca bailar el mismo vals y yo quiero renovarlo un poco. ¿Por qué hemos de bailar siempre lo mismo? ¿Por qué?
—Bueno, como tú quieras.
Las marionetas intentaron hacer un quiebro en su trayectoria.
—Amor…
—¿Qué pasa, princesa? ¿Tampoco tú puedes dar otros pasos?
—Pues no… No sé qué me pasa que mi cuerpo solo puede bailar siempre igual. Incluso, si no quisiera, no podría dejar de moverme.
De repente, Pandora se fijó en que las cuerdas de sus brazos y sus piernas tiraban hacia una dirección determinada.
—Sígueme, amor mío.
Comenzaron a dirigirse hacia la cúspide del teatro, siempre bailando su vals y teniendo que trepar, entre acrobacias, un metro y medio. Subieron por las paredes negras agarrándose al telón rojo de terciopelo.
Cuando llegaron a lo más alto, observaron desde abajo su querido escenario. ¡Era tan hermoso y tantas veces habían actuado allí!, bajo aquella luna y el sol hechos de papeles brillantes, al lado de los cuatro manzanos de cartón recortados por Teo en el colegio: el primero en flor, el segundo en fruto, el tercero de hojas doradas y el último, una corteza seca y cubierta de nieve de algodón. Al fondo, un río de papel de plata fluía hacia un mar negro.
—Ven, mi príncipe, creo que he descubierto una cosa —–dijo Pandora al tropezar con una cajita dorada que había sobre el tejado.
—¿Se puede saber qué es eso?
La dama se arrodilló haciendo un gracioso movimiento con los brazos y abrió la caja. De repente, unas luces muy potentes los cegaron por un momento. Cuando se acostumbraron a aquel resplandor, vieron dentro unos afilados engranajes que se desplazaban siempre de la misma manera.
—¿Te das cuenta de lo que significa esto? —preguntó Pandora, horrorizada.
—Ahora entiendo. Los cuerdos son los que están encadenados por cuerdas —reflexionó el caballero con pesar—. Entonces, lo que tenemos que hacer es…
Ambos se miraron a los ojos y tragaron saliva. Fuera todo estaba oscuro. Se había desencadenado una tormenta y el granizo martilleaba los cristales de las ventanas.
—Se acabará todo —imploró la dama.
—No podríamos vivir sabiendo esta atrocidad. Siempre estaremos juntos.
—No será así, mi príncipe.
—Y siempre te querré, mi princesa —continuó el caballero, acariciando los tirabuzones de su amada.
—Ya no tienen ningún sentido esas palabras. Terminemos con esto cuanto antes, amor mío.
Pandora y Epimeteo se miraron por última vez. Lágrimas de plata resbalaban por sus mejillas blancas como la luna. Cogieron sus respectivas cuerdas y las cortaron con aquellos engranajes tan afilados como mil cuchillos. Al día siguiente, Teo descubrió los fragmentos de sus dos marionetas más queridas. Su madre cogió el cepillo y el recogedor y, sin más, las tiró a la basura. Después, le regañó por haberlas colocado en un lugar donde podrían caerse, pues habían sido muy caras. El niño lloró mares de lágrimas gritando que él no tenía la culpa de nada. La mujer, como no quería que su pequeño se cogiera un berrinche y para que pudiera seguir jugando con sus amigos, le compró otras dos marionetas mucho más bonitas y más caras que reemplazaron a las anteriores. Teo, otra vez feliz, saltaba sobre los charcos de la tormenta nocturna con sus títeres nuevos.