Domingo no murió. Se fue apagando poco a poco. «Este maldito viento del norte, terminará conmigo», había dicho a su mujer. Y, en efecto, una helada corriente se introdujo por la última rendija que le quedaba de vida, y se lo llevó.
No hubo misa ni funeral. Nunca le gustaron esas zarandajas. Después de la incineración, sin testigos, la viuda recogió la urna con sus cenizas y se dispuso a llevar a cabo la última voluntad del difunto: una reunión de familiares y amigos íntimos, en el jardín de su casa.
Hacía muchos años, Domingo había presenciado una ceremonia similar en un pueblo perdido del norte de Perú. Los allegados, formando un gran círculo, se turnaban para contar anécdotas del finado y así honrar su memoria.
Cuando hablaba de aquel viaje, siempre relataba su excursión en totora por el lago Titicaca, hasta llegar a la Isla de los Uros. Quedó tan impresionado por la magia que lo rodeaba, que incluso dudó si quedarse a vivir en Puno.
Contaba la madre de Domingo que el niño había sido indeciso hasta para nacer. Siete horas había tardado la comadrona desde que comenzara el parto: asomaba la cabeza y la volvía a esconder. Y así de vacilante se mostró durante toda su vida. Era incapaz de decidir si quería jugar al fútbol o practicar yudo; si quería ir en bicicleta o en patín o si prefería ver televisión o jugar con la videoconsola. «Eres la indecisión con patas», solía decirle su madre.
Domingo cambió cuatro veces de carrera, y si terminó la última fue para evitar las monsergas de su padre y las lágrimas de su madre, que no encontraban la forma de sacar partido de él. Más tarde, ejerció una profesión que nada tenía que ver con sus estudios.
En su relación con las mujeres no fue distinto. A los cuarenta años, había tenido diecisiete parejas. Algunas lo abandonaron, hartas de no saber nunca con antelación si cenarían en un restaurante o en casa, si pasarían el fin de semana en la playa o en la montaña, o si irían de vacaciones a la costa amalfitana o a los fiordos noruegos.
A la mayoría las dejó él. Nunca sabía si era la apropiada.
Con Marta, su viuda, fue distinto. «Tonterías, las justas», le decía ella, de forma tajante, cada vez que entraba en el bucle de las dudas. Al poco tiempo, Domingo estuvo encantado de liberarse de la pesada carga de tomar decisiones.
Fue Marta también quien determinó los hijos que tendría la pareja: uno.
Cuando, ya jubilado, le diagnosticaron la enfermedad, Domingo pensó que el clima del sur sería más favorable para su salud, y pidió a su mujer que se trasladaran a vivir a algún lugar de Andalucía. Marta opinó todo lo contrario: lo que necesitaba era aire fresco y limpio que facilitara el trabajo a sus cansados pulmones.
Poco tiempo después el matrimonio se mudaba a un pequeño pueblo de Galicia. La casa que eligió Marta estaba en la playa y tenía grandes ventanales, que solía dejar abiertos, «para que entre la gracia de Dios».
La salud de Domingo empeoraba cada día, y la vida le brindó la oportunidad de tener la certeza de algo: se moría poco a poco.
Tras el fallecimiento, Marta no vaciló en organizar todo, según lo había previsto ella.
Esa había sido la última voluntad de Domingo, dijo.