Abuelo Antonio
Marga Mena

Hasta que no vi en la tele la primera temporada de “Cuéntame” no supe que lo de mi familia era normal. El tabú de no hablar de los tiempos de la guerra y posguerra era compartido por las familias españolas, al menos por aquellas que habían quedado en el lado de los perdedores.
Solo muy de vez en cuando mi padre hacía referencia al suyo, mi abuelo Antonio; siempre con simpatía y afecto. Lo poco que me contaron de él fueron pinceladas pero impregnaron mi imaginación y me hicieron sentir que era un personaje casi de leyenda.
De leyenda porque su tiempo y su lugar eran territorios desconocidos e impenetrables para mí. En los años de mi infancia y adolescencia la buena sociedad española había dado la espalda a una época que aparecía como tormentosa y oscura. Nada me resultaba más insólito que haber tenido un abuelo metido en política y en el bando equivocado; no conocía a nadie en las mismas circunstancias. El hecho es que no se hablaba de un abuelo republicano que hubiera estado en la cárcel. Simplemente, nadie lo hacía.
Sé de mi abuelo que emigró a Ceuta joven, desde un pueblecillo de la Sierra de Jaén, a principios del siglo XX; como muchos otros y el resto de mis abuelos. A mi ciudad la llamaban por aquel entonces las Américas chica.
Su oficio era herrero pero cambió pronto de trabajo. Montó una tienda de comestibles, más tarde una ferretería… Y no sé qué más. Decía mi madre que a su suegro le gustaban los cambios. También que era “abogado de pleitos pobres”, y por ahí se le fue la vida.
De mi abuelo, siempre hubo en mi casa una enorme pajarera de hierro forjado. Cómo la había hecho él, yo la veía con un halo de misterio. Me hubiera encantado quedármela, pero no fue posible porque no tuve respuesta para el argumento contundente de mi madre: “Grande para tu piso”.
En la cárcel no sé cuánto tiempo estuvo. Fui sabiendo detalles por comentarios aislados, de tiempo en tiempo. Supe que sufrió los “paseíllos”: sacaban a los presos republicanos de las celdas por las noches para hacerles simulacros de fusilamiento, que a veces sí eran reales. En una ocasión mi abuela Antonia, su mujer, le había dado un vaso de agua a una vecina, la misma cuyo marido le había negado el agua a mi abuelo cuando estuvo en prisión. Estas anécdotas, y alguna otra más, me hicieron vislumbrar un personaje con una vida fuera de lo común; no fue hasta mucho más tarde que me hicieron pensar en las penalidades que padeció.
Pero las condenas no son solo para los que están en la cárcel. Mi abuela Antonia tuvo que coser pantalones para los soldados del bando nacional y al mayor de los tres hijos lo llamaron a filas. Ella pudo dar de comer a su familia y, no sé cómo, mi tío evitó ir al frente a luchar contra los compañeros de su padre. No deja de ser una ironía insultante de la vida.
Para visitar a su marido, mi abuela y los tres hijos tenían que caminar algo más de una hora hasta lo alto de un monte, donde estaba la prisión. Antes habían tomado la misma línea de autobús y bajado en la misma parada que yo utilizaba todos los días para ir y venir del colegio. Un peregrinaje, el de ellos, que yo no acababa de aprehender.
En esa época oscura encontraron apoyo en un amigo de mi abuelo militar y falangista que les ayudó a no perder la casa y quién sabe si también a no perder la vida. Me reconforta saber que en un tiempo en el que los vecinos se convirtieron en carceleros y las rencillas personales en motivo de denuncias políticas, hubo al menos una amistad por encima del odio y el enfrentamiento.

Pocos meses después de que yo naciera mi abuelo murió. Había salido de la cárcel con la salud mermada. Me gusta pensar que él me conoció aunque yo no pueda decir lo mismo.
Ya era yo adulta cuando, al llegar a Ceuta para pasar unas vacaciones, vi que mis padres habían colgado en una pared unos retratos de mis abuelos más una foto enmarcada. La importancia de esta última no está en la imagen de mi abuelo, al fondo y casi difuminado, sino en lo que nos muestra. A mi abuelo en el grupo que acompaña al entonces presidente de la República, Manuel Azaña, en visita oficial a la ciudad.
En ese momento no pensé en el significado de la aparición de las fotos, pero no es difícil interpretarlo: Franco había muerto y la democracia se había instalado en España. La familia ya podía mostrar con orgullo al abuelo republicano.
A los pocos meses de morir mi padre (hace algo más de dos años) encontré en Internet la cita de una crónica del diario “La Gaceta de África”, fechada el 16 de abril de 1931, donde se relataba la jornada de la proclamación de la Republica en Ceuta. Me sorprendí al leer que 15.000 de mis paisanos de entonces, en una explosión de entusiasmo, habían invadido las calles con sus gritos de júbilo. Me parecía que hablaban de una ciudad diferente de aquella en la que yo había crecido, conservadora y rancia. Seguí con la lectura y, terminando, allí estaban, uno a uno, los nombres de aquellos que formaron la nueva corporación municipal, en letra impresa del año 31.
Enternecida como estaba por la muerte de mi padre tuve que contener las lágrimas al leer: “…concejales sin cargos: Antonio Mena López…”.

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