María observaba de pie junto a la ventana cómo la lluvia dispersaba la sangre en el asfalto. Escuchaba las gotas de lluvia caer sobre la muerte, el crepitar del fuego apagando los gritos de la calle y los villancicos que traía el aire penetraban bien adentro en sus oídos. Pero también escuchaba aplausos, escuchaba al público vitorearla por lo que acababa de hacer junto a su madre, por lo que se habían quitado de encima y la nueva vida que se abría camino ante ellas. Sonreía devolviéndole a ese público imaginario todo el amor que brindaban.
―Mamá está en el tejado, se ha subido hasta allí para que no la cogieras cuando llegaras borracho…
Esas fueron las últimas palabras que le dijo a su padre. Aquel había sido el acto final, el que cerraba el telón. Nunca más las tocaría, nunca más les gritaría, nunca más volvería borracho destrozando las pocas horas de felicidad que las dejaba cuando se iba al bar.
Volvió a mirar hacia abajo y lo observó por un segundo, sonriendo, siempre sonriendo. La botella de vino estaba rota en mil pedazos, como su perversa cabeza. La ropa la tenía empapada y cubierta de sangre. Y el empedrado granadino del Realejo brillaba diabólicamente devolviéndole su reflejo…
―¿Se ha matado? -escuchó preguntar a su madre, a sus espaldas.
―Sí –contestó María sin dejar de oír los aplausos que cada vez resonaban con más fuerza-. Los borrachos no deberían subir a los tejados mojados, resbalan…
El murmullo de la gente que pululaba por las calles empezó a acercarse, las sirenas comenzaron a sonar…
―Jorge por amor de Dios ¿qué te ha pasado? -gritaba abriendo la puerta la madre de María-. ¡Que alguien llame al médico! ¡Jorge!¡Jorge! ¿Puedes oírme?
(Aplausos)
(Aplausos)
(Aplausos)