Caballero Díaz
Cèline Vartan

El joven Caballero Díaz acomodaba la mano derecha entre el buche y las patas del cenizo y con la izquierda le atusaba las plumas, mientras casaba la pelea con su rival y esperaba el progreso de las apuestas. Era la primera vez para su pollo; en cambio al colorao, lo antecedía una buena fama, la de su supervivencia después de una docena de contiendas.

Cuando se oyó el aviso, los bichos, aletargados todavía por la modorra de la siesta en los jaulones del patio, fueron aupados al aire por sus dueños y recibieron una buchada de agua pulverizada sobre sus caras y pechugas. De inmediato, ya despabilados, los arrojaron al reñidero.

Quedaron inmóviles por un instante, plantados frente a frente. Balanceaban sus cabezas lanzando golpes instintivos de reconocimiento, se olían; mientras, en sus ojos crecía el odio y las plumas de sus cogotes se erizaban ante la inminencia del pique. Saltaron los gallos una, dos, cinco veces. Los ruidos secos de los picotazos se distinguían con claridad a pesar del bullicio. En uno de los vuelos, el astuto colorao, fijó con las patas la cabeza de su rival descargándole una certera tarascada en el cuello. La pequeña herida, a la altura de la carótida, comenzaba a abrirse y la sangre mojaba la tierra apelmazada. El cenizo, maltrecho pero valiente, lejos de amedrentarse esquivó un segundo ataque y aleteó desesperado hasta elevarse un metro y medio del suelo. Desde allí, con las dos patas blancas proyectadas hacia adelante, precipitó su furia sobre el colorao y le clavó los espolones afeitados debajo de un ala, dejándolo vacilante.

Sin tregua siguieron adelante jaleados por los gritos de los asistentes que, indiferentes a la sangre que a algunos salpicaba, resolvían sus apuestas.

A cada picotazo, una punzada; a cada arremetida, una agachada; el polvo engullía los chorreones rojos; la gloria o la muerte esperaban el desenlace.

 Un nuevo espolonazo del colorao en el yunque del cenizo, lo dejaba tendido con el pico roto y colgante. Y otro más del negro renacido, acertaba en el ojo de su oponente. Y más, y más… La gente enloquecida pedía más lucha, rugía por un careo.

El juez ordenó el careo ante la demanda. Los dueños bañaron a sus gallos rápidamente en los tachos de cinc y los regresaron al brete. Los bichos apenas podían sostenerse, pero el instinto atávico volvía a encenderse en ellos. Se acosaban, se excitaban aunque ya sus movimientos resultaran payasescos. Rebrotó la sangre. Extenuados, se azuzaban realizando vanos ataques al aire casi sin verse ya, con aleteos ridículos, dislocados y entre chillidos de dolor. Hasta que la casualidad quiso que un postrer espuelazo del colorao, herido de muerte, atravesara la cabeza del cenizo y su cuerpo fundido rodara por el suelo. Un clamoreo general saludó el triunfo del ganador, aunque los pollos agonizaban, juntos, entre pingajos sanguinolentos, montones de plumas y restos informes.

Caballero Díaz, callado, recogió a su pupilo, pagó las apuestas y se fue hacia el basurero. La afectación se reflejaba en su cara. Llevaba entre sus manos aquel amasijo inerte de músculos y plumas, pegajoso, sucio y maloliente. Era todo cuánto le quedaba de aquel pollo que había visto nacer un año atrás y que lo había convertido en gallero, el sueño de toda su vida. Con él había aprendido las artes: el ojeo de la clueca, la alimentación balanceada, el descrestado, los paseíllos por el corral a pleno sol, el embotao con papel de estraza durante los ensayos, la peladura del pescuezo, el aguzado de espuelas, el desparasitado… En eso pensaba, cuando un cacareo afónico de clemencia salió de la garganta del bicho moribundo: “Hijuep… el cenizo ¡si no está muerto! Vamos pa´ la choza, carajo”. Puso la cabeza del bicho dentro de su boca para insuflarle un poco de vida y luego, lo metió en el saco de tela con mucho cuidado, lo anudó a la vara y con el atado sobre su hombro empezó a correr, desbocado, bajo el sol ardiente. Tres leguas escasas y un milagro los separaban del rancho.

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