Amanecimos delante de una fachada resignada al abandono. La luz temprana de la mañana, indecisa, mortecina y fría se empeñaba en incrustarse más en los huesos que en nuestros ojos sedientos de sueño después de toda la noche en vela. Manuel descansó su cadera sobre el relieve del zócalo mientras miraba de nuevo el reloj. El tiempo no avanzaría más rápido por mucho que lo hiciera, pero el hecho de dirigir la mirada hacia sus agujas y observar su movimiento regular y lento calmaba esa desazón que producen las esperas. Desde el asiento del copiloto del Ibiza rojo que nos había cruzado toda España y media Europa, yo lo observé: allí, apoyado contra el fondo grisáceo y desconchado del zócalo; entre el portón estrecho y alto pensado para un delgado gigante que tal vez habitara en otros tiempos aquel caserón palaciego, y el escaparate que reflejaba en ese momento la luz turbia de una farola.
Me desperecé y, sin ganas ya de elucubrar sobre lo que encontraríamos en aquella extraña oficina de recepción de turistas en la que estábamos obligados a inscribirnos para que se nos asignara un hotel, miré con indiferencia al principio y con curiosidad, después, la enorme vidriera enmarcada de lo que parecía una tienda de ultramarinos.
El marco, con curvas y nervaduras modernistas en su parte superior, debió haber conocido en algún momento de su historia una pintura marrón rojiza de la que quedaban escasos vestigios. Lucía un decapado natural ejecutado gratuitamente por el paso del tiempo. Algunos fragmentos de la madera del listón del alfeizar también parecían haber emigrado con la pintura sea donde fuere que esta se hubiera marchado. Astillada, y negruzca por la humedad y el polvo, era imposible diferenciarla del poyete de mampostería. Sobre todo, en las esquinas, donde se acumulaban la suciedad y algunas colillas retorcidas y amarillentas, madera y piedra desmenuzadas formaban parte de un mismo detritus homogéneo, de un mismo olor a tabaco mojado y a cerveza oxidada. El resto del marco también parecía haberse decidido por la decadencia.
Era bonita la arquitectura de la ventana, sin embargo. La moldura superior se había adaptado al dintel curvo de piedra ornamentado con una discreta flor de lis en el centro. Había perdido el pétalo de la izquierda y parecía haber sido víctima de un mordisco en su cuerpo principal. Toda la fachada presentaba pequeñas mutilaciones, reliquias de heridas antiguas que le daban el aspecto de una gran dama de esplendor ajado.
El cristal debió ser limpiado por última vez mucho tiempo atrás en un momento de precariedad o desgana en el que no pudieron o no quisieron procurarse una escalera de mano: los distintos grados de transparencia derivaban hacia lo opaco en la parte superior. Allí se había instalado todo un ecosistema de bichejos, pequeñas arañas y hierbecillas que hicieron de los rincones de las nervaduras su hogar.
El interior del escaparte, como un cielo brumoso, se mostraba mucho más sombrío en ese extremo. Carecía de iluminación. Una delgada barra de acero, de la que colgaba una exigua cortinilla de encaje, polvorienta y deshilachada, cruzaba a media altura la parte posterior del expositor separándolo del resto del establecimiento. Sin embargo, la negrura del local, cerrado aun a esa hora de la mañana, se extendía como una niebla perversa por encima de la barra intentando invadir aquel pequeño espacio dedicado a exhibir la mercancía. Las paredes laterales descendían con un color blancuzco, indefinido, que parecía espesar el aire del interior. Me imaginé intentado romper el cristal para respirar si hubiera estado del otro lado.
Sobre el suelo de cemento gris, en el centro, ni siquiera próximo a la vidriera, rodeado solo por desconchones y grietas, un queso. Sí, un queso. Solo un queso. Redondo, grande. Olvidado, polvoriento, solitario. Unos tres quilos de arrogancia quesera desolada y caduca. El resto, un espacio vacío. Me pregunté si sería aun comestible, si olería a rancio. Me pregunté por qué un queso y por qué solo un queso. La costra, dura, parda, con manchas negruzcas por la curación; con las líneas simétricas regulares de un molde, tal vez de madera, tatuadas en la corteza. En la parte superior, una etiqueta de color marrón empapada de grasa láctea sobre la que se leía, en caracteres más claros, probablemente, el nombre del queso. Probablemente, porque aquella aglomeración de letras sin apenas vocales y coronadas por extraños signos diacríticos era ilegible para mí. Tan ilegible como todo en aquella ciudad recién liberada del yugo soviético que tendría que aprender a recordarse y a reconocerse a sí misma: Praga, en 1990, tan hermosa y decadente como aquel escaparate con queso en el que el tiempo parecía esperar, como nosotros, a que se abrieran las puertas de una oficina obsoleta o de un nuevo destino.
La moldura superior se había adaptado al dintel curvo de piedra ornamentado con una discreta flor de lis en el centro. Mutilada, había perdido el pétalo de la izquierda y parecía haber sido víctima de un mordisco en su cuerpo principal. Toda la fachada lucía un esplendor ajado reliquia de un tiempo mejor que quien sabe si añoraba. El cristal, que tal vez fue limpiado alguna vez en un momento de precariedad en el que nadie tuvo acceso a una escalera de mano, se exhibía con distintos grados de transparencia que derivaba hacia lo opaco en la parte superior. Allí se había instalado todo un ecosistema de bichejos, pequeñas arañas y hierbecillas que hicieron de los rincones de las nervaduras su hogar. A esa altura, el escaparate se mostraba mucho más sombrío. Carecía de iluminación. Una delgada barra de acero, de la que colgaba una exigua cortinilla de encaje, polvorienta y deshilachada, cruzaba a media altura la parte posterior del expositor separándolo del resto del establecimiento. Sin embargo, la negrura del local, cerrado aun a esa hora de la mañana, se extendía como una niebla perversa por encima de la barra intentando invadir aquel pequeño espacio dedicado a exhibir la mercancía. Las paredes laterales eran de un color blancuzco, indefinido, que parecía espesar el aire del interior. Me imaginé intentando romper el cristal, para respirar, si hubiera estado del otro lado.
Y sobre el suelo de cemento gris, en el centro, ni siquiera próximo a la vidriera, rodeado solo por desconchones y grietas, un queso. Sí, un queso. Solo un queso. Redondo, grande, unos tres quilos de queso que presupuse viejo. Olvidado, polvoriento, solitario. El resto, un espacio vacío. Me pregunté si sería aun comestible, si olería a rancio. Me pregunté por qué un queso y por qué solo un queso. La costra dura, parda, con manchas negruzcas por la curación; con las líneas simétricas regulares de un molde, tal vez de madera, tatuadas en la corteza y, en la parte superior, una etiqueta de color marrón empapada de grasa láctea sobre la que se leía, en un tono más claro, probablemente, el nombre del queso. Probablemente, porque aquella aglomeración de letras sin apenas vocales y coronadas por extraños signos diacríticos era ilegible para mí. Tan ilegible como todo en aquella ciudad recién liberada del yugo soviético que tendría que aprender a recordarse y a reconocerse a sí misma: Praga, en 1990, tan hermosa y decadente como aquel escaparate en el que el tiempo parecía esperar, como nosotros, a que se abrieran las puertas de una oficina o de un destino.