El viaje de Pinarinta
Teresa Flores

Tal vez había llegado el momento, pensó Pinarinta desde la rama más alta del abedul, mientras alisaba su rojo plumaje mediante delicados toques de su pico. Todo había cambiado tanto.

Era la ocasión para emprender un viaje y emigrar a otros lugares, aunque  había soportado bien el frio de los últimos años, necesitaba un cambio. Se marcharía contenta y a la vez triste, sabiendo que nunca volvería, que no haría más un nido en aquellos árboles de magnífico porte, y tampoco en aquel parque cercano a esa ciudad bulliciosa y cosmopolita del norte de Europa.

No necesitaría mucho, es la ventaja de ser un ave, pensó, todo lo llevo conmigo, mi destino estará marcado de ahora en adelante donde los vientos y la aventura me lleven. Y con un suspiro y un último grito de despedida emprendió el vuelo.

Desde el aire observó cómo el paisaje se transformaba. Se detuvo a la noche cerca de un riachuelo y se entretuvo hasta que anocheció, picoteando gusanos y larvas de los cenagales cercanos a la orilla.

—¡Te estás metiendo donde no te llaman! -exclamó el jabalí Tartufo, al verla.

—Si es por gusanos, creo que tendremos para los dos, ¿no pensarás que una pequeña petirrojo como yo, pueda suponer mucha competencia para un tonelaje como el tuyo?

—¿Me estás llamando gordo? —preguntó el animal, con el morro impregnado de barro.

—¿Nunca te dijo tu madre que no se habla con la boca llena?

—Encima bromista —refunfuñó Tartufo mientras se alejaba.

Jamás se había parado a pensar que fuera bromista, incluso que tuviera sentido del humor, no se sentía particularmente alegre, más bien le acompañaba la melancolía y la nostalgia de quien deja un hogar muy querido y el recuerdo de la ausencia de un compañero con el que nunca más compartiría nido.

Tengo suerte, se decía, mientras sobrevolaba los últimos fiordos antes de alejarse de las tierras que le habían cobijado. Aun me queda un tiempo para gozar de las que el mundo me ofrece, nunca emigré, no me hizo falta pues las temperaturas desde que salí del nido no fueron excesivamente rudas, he disfrutado de amistades, compañía, de la generosidad de la tierra, la amabilidad de las personas que cuidan los jardines y aman a los animales y que, con sus comederos ,me han permitido mantenerme en los tiempos de nieve.

Suspiró y dejándose llevar por una corriente de aire liviana, se acercó cautelosa a una bandada de petirrojos que se apresuraba a buscar refugio para la noche.

—¡Bienvenida! —escuchó nada más aproximarse—. Me llamo Melosa, ya veo que eres un anillado, ¿de dónde vienes, cómo te llamas?

—Demasiadas preguntas, déjame que recupere el resuello —respondió la pajarilla posándose en una rama—, me llamo Pinarinta y vengo del norte.

—¿Demasiado frío?

—No exactamente, más bien necesitaba cambiar, mi hábitat se estaba deteriorando con rapidez.

—¿A dónde vas?

—No lo sé, no tengo ninguna meta marcada, donde el viento me lleve.

—¿Tu primer viaje?

—Sí, reconoció —entre asustada y suspicaz.

—Ya verás amiga, ¿permites que te llame así?, estar en un sitio sin moverse es bueno, se echan raíces, se conoce gente, pero el descubrir nuevos paisajes, anidar en otros lugares, volar libre, la libertad, ¡ah, la libertad! —y terminó el discurso con un profundo suspiro.

Pinarinta acompañó a la colonia y durante unas semanas viajaron juntas. Gozó del sentirse acompañada, de las conversaciones y los cantos por la noche cuando se acomodaban en las ramas de un sicomoro, un roble o un sencillo tilo. Su viaje hacia el sur proseguía. La  melancolía se le iba diluyendo como espuma en el agua. A veces el jolgorio de las otras aves la confundían y los avances de algún macho le resultaban a la vez tristes y divertidos. Cuando le abrumaba tanto rumor se alzaba hacia la copa de un árbol más alejado y disfrutaba en solitario, de la belleza del nuevo paisaje ante los colores del atardecer.

Se despidió de Melosa y los suyos en un cruce de vientos, sin objetivo fijo, sin rumbo marcado. No quería que fueran otros quienes determinasen su ruta.

Se estaba descubriendo. En cada subida, en cada bajada, en cada juego con las corrientes de aire se manifestaba una Pinarinta desconocida y aventurera. Nunca se sintió más segura.

Los días se hacían cada vez más cálidos, los paisajes más diferentes, el sol apretaba y viajaba a la caída de la tarde cuando empezaba a refrescar.

En las orillas de un lago permaneció varias semanas, dueña absoluta del bello rincón que encontró. Conversó con Marisna la nutria; Chirlo, un Martín pescador de carácter abrupto, pero sabio, que le enseñó a escapar raudo de los peligros; y Jade una niña inteligente, de siete años, con la que estableció una profunda amistad.

Atesoraba recuerdos, vivencias, miradas, silencios, graznidos, rumores de las hojas, brillos de amaneceres… Libre, sentirse libre… sabiendo que Melosa, Chirlo, Marisna, Jade e incluso el tragón de Tartufo estarían al final de su viaje, en algún paraje, recordándola.

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