Ha sido un trayecto corto y me ha costado respirar ahí encerrada.
Estaba acostumbrada a que toda persona que llegaba nos contemplaran a mí y a mis compañeras allí donde estábamos expuestas, ninguna teníamos un sitio fijo y, cada pocos días, nos reubicaban. A veces nos acariciaban la cara y hacían lo mismo en nuestras ropas, comentaban cosas agradables y casi siempre nos piropeaban, nos levantaban los vestidos y cuchicheaban sobre nuestras prendas interiores. Nosotras veíamos, oíamos y callábamos; incluso cuando alguien nos elegía permanecíamos con los ojos abiertos sin modificar el rictus de la cara.
En la caja todo estaba oscuro y en silencio, mis brazos rozaban con un cartón áspero que rodeaba mi cuerpo. Me zarandeaban y esa sensación era la que yo sentía por dentro ante la incertidumbre de un destino desconocido.
De repente he oído gritos de sorpresa y alegría, me han movido de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y de arriba abajo y para adelante y para atrás como si pretendieran acompañar la melodía de sus gritos con el ritmo de la caja, y yo quería gritar que no era una maraca. He escuchado cómo arañaban el papel de estraza y sus quejidos cuando lo rasgaban hasta romperlo y dejarlo hecho añicos arrumbado en el suelo.
Por fin han destapado la caja y he podido respirar, he notado un destello luminoso que me ha acariciado la cara. Me he encontrado con unos ojos negros que me miran asombrados y con una cabeza cubierta de pelos desgreñados, que se agita, mientras da saltos un cuerpo menudo, de piel cetrina y algo encanijado. Sus manos me han tomado por los brazos y en un arrebato me han llevado hacia su pecho hasta estrujarme y empotrarme en un tejido de color claro y suave distraído con un pequeño lazo negro. Mi cuerpo de madera se ha estremecido, mi cara de porcelana se ha impregnado de olor a naftalina y mis ojos de cristal, por un momento, se han nublado.
—¿Cómo se llama? –ha preguntado una voz chillona de niña.
—No tiene nombre, se lo tienes que poner tú —responde una voz grave y cansada de hombre.
—Lo pensaré, mientras tanto la llamaré “Muñeca”.
He pasado de mano en mano mientras oía: qué bonica es, tiene el pelo muy suave, qué vestido tan bien cosido, qué manos tan perfectas… hasta que, para mi descanso, me han abierto de piernas y me han sentado en una silla pequeña de enea. A mi lado hay una señora vestida de negro, tiene el pelo blanco y recogido en un moño, la piel está muy arrugada, al igual que sus manos, que sostienen dos agujas con las que teje una pieza de lana blanca; sus ojos están pardos y no dejan de llorar.
La niña está frente a mí, me toca el pelo, me sube el vestido y me lo baja, me quita los zapatos y me los pone, me gira la cabeza de un lado a otro y es así como veo un patio encalado. En el centro del patio hay una higuera y una mesa —sobre la que hay estampas, velas y un cordón de bolas pequeñas que al final tiene una cruz— y unas mecedoras también de enea y madera.
—Abuela, ahora vengo, no tardo —grita la niña mientras la abuela la mira de soslayo y mueve la cabeza de lado a lado como en una queja.
Al fin me dejan tranquila, pienso. Tras unos instantes la pequeña aparece dando saltos, trae un trapo pequeño muy ajado de color blanco y una bufanda de lana percudida y llena de bolillas; en la otra mano trae un retrato. Noto que me cuesta respirar y que hasta la altura de los ojos tengo la cara cubierta por una tela que se agarra a las orejas por unas finas tiras tan gastadas que apenas se sujetan. En el respaldo de la silla anuda la bufanda percudida de lana blanca.
Oigo la voz de la niña que no grita, que susurra
—Mira, Madre, esta es “Muñeca”—le dice al retrato.